martes, 20 de mayo de 2008

Gracias, Emilito Azcárraga


Gracias, Emilito

A menudo, mi hermana y yo representamos un chiste frente a nuestro propio espejo. Con los dedos en v espetamos a dúo aquello de “por un mundo sin niños”. Singles como estamos y ausentes de ese sentimiento maternal que debería colmarnos de ansiedad (a mí más que a ella, supongo, por eso de que se me están terminando los años fértiles y Meli es todavía una jovenzuela en edad de merecer), solemos ostentar poca paciencia frente a esos pigmeos que te cortan el paso en la vía pública o que en un espacio donde debiera reinar el silencio más pulcro espetan sus desgarrados lamentos hacia el reino de Abisinia.
No hay nada, sin embargo, que nos moleste más en relación con la infancia que el uso que se hace de este discurso imbatible para presentarte ante el mundo, sobre todo mediático, como un héroe sin fisuras ni pasado.
Las cosas han llegado a un punto en que cualquier asesino serial puede escudarse tras las flameantes banderas de los imberbes y defender desde allí su presunta inocencia, clamar desde el promontorio celeste y rosa una redención generosa que reconstituya, esto es lo más importante, sus cuentas bancarias y sus líneas de crédito.
En el mundo del periodismo y las artes gráficas, no es muy bien visto aquel fotógrafo que dedica a impresionar con postales de infantes en tierras exóticas. Es lo más fácil, al fin y al cabo: ¿cómo haces para que un niño salga feo? ¿Cómo logras que el objeto fotografiado no se lleve todas las atenciones por encima de una presunta pericia en el gatilleo de la cámara?
Inducir a la lástima, la compasión o la ternura, resultan manipulaciones harto gastadas. Digamos incluso que como línea de debate ya está demasiado transitada y hasta resulta aburrido repetir paradigmas sustanciales pero añejos. Después de todo, qué bueno es poder doblegar la fiebre analítica ante la aparición de nuevos códigos o referentes.
Sin embargo, en un estado de las cosas que remite a la condición de cangrejo y que ha comenzado a dar pasos agigantados…hacia atrás (hasta la jornada laboral de ocho horas por las que supieron morir tantos luchadores sociales constituye para muchos hoy un snobismo), todo verdor perece y la resequedad (ayer leí por primera vez esa palabra y me encantó) nos empapa la garganta con un flujo que nos permite sólo carraspear ante el patetismo que reina entre los “líderes de opinión”.
Son pocas las cosas ya con las que uno se espanta, pero atenuar malestares ante los gestos impropios, es casi lo mismo que perecer de muerte contra natura. Las derrotas se agolpan en nuestro historial como fichas de dominó empujadas por las manos del Diablo, pero cuando uno cae debe sufrir, llorar, entristecerse y, si no hay más remedio, victimizarse ante el destino cruel que nos embiste; hasta se permite entregar, junto con las llaves del closet y los recuerdos de una juventud primorosa, la dignidad y las pudendas partes. Si algo aprendimos con Cheney y Condoleezza (nombre significativo para la mujer menos compasiva del planeta) es que si de algo carece el derrotado es de derechos (Ah, es que el convenio de Ginebra era para hacerse un martini…mezclado, no batido).
Sí, sí, sí, prisioneros de guerra somos y nuestros coquetos overoles naranjas nos han hecho detectables en el desierto; ni Misia Magdalena vendrá a poner miel a nuestros agujeros negros…ya ni las putas nos son fieles…mucho menos las putas con lo que cuestan las cremas y las liposucciones. Pero si no hay derecho alguno, ¿permitirnos un poquito de buen gusto es también pecado mortal en el nuevo cielo que nos cobija? ¿Un yogurcito desabrido que contenga un poco el desenfrenado correteo de nuestras úlceras? ¿Tecito de miel y jengibre para la tos convulsa?
La solidaridad colombiana que te permite cantar con Mercedes Sosa una canción de Silvio Rodríguez. Las caderas bamboleantes y ese rostro perfecto (es hermosa la cabrona) que te ayuda a lucirte al lado de un grupo musical de extensa trayectoria como Soda Stereo. A ti, que se te pasó el cuarto de hora y la hora misma, que resurges con una chica de humo apagado; o tú, que antes era el adalid de las batallas por un continente unido y ahora dices: Emilito y yo estamos en el mismo barco.
Gracias, Emilio, dicen los muchachos artistas latinoamericanos. Desde sus fastuosas mansiones en Miami. Ignorando la justicia de los tribunales que los conminan a declarar por juicios abiertos de sus trabajadores, pero negándose a cantar para “la dictadura” de Chávez en Venezuela. Ellos, tan artistas, tan alfabetizadores, tan defensores del alto vuelo musical, todo sea por los niños, mi querida Melina.
Gracias, Emilito. Gracias, porque en México cinco millones 700 mil personas mayores de 15 años no pueden leer y escribir y Televisa nada tiene que ver con eso.
A vomitar, mi amor, vamos a vomitar, mi amor…

No hay comentarios.: