jueves, 5 de abril de 2012

Bob Dylan en su nombre

Todo el individualismo dylaniano, esa pulsión artística que lo obliga en forma permanente y contradictoria a pensar y hablar únicamente por sí mismo, es rescatado en un grueso volumen que constituye una verdadera Biblia si se piensa que las letras escritas entre 1962 y 2001 corresponden a un artista fundamental de la historia musical contemporánea.
Palabra por palabra se expresa el natural de Minnesota, en una lujosa edición que ofrece todas las canciones de dicho periodo, en formato bilingüe español e inglés, traducidas por Miquel Izquierdo y José Moreno.
Allí está el paisaje descarnado de una Nueva York hostil que lo recibió en 1961, durante “el invierno más frío en diecisiete años” y en la que, tempranamente habría Bob de sospechar la lidia estética que lo enfrentaría con sus primeros y más conservadores fans, aquellos que no le perdonaron que dejara la acústica y comenzara a empuñar una guitarra eléctrica.
“Di una vuelta y acabé / en uno de los cafés del barrio / Salté al escenario para tocar y cantar / Un tipo me dijo: “Vuelve otro día / Cantas como un patán / Y aquí queremos cantantes de folk”, ironiza Dylan, de 70 años, en “A propósito de Nueva York”.
Son precisamente el alto contenido humorístico de sus temas y la lengua afilada e irónica para cortar al ras esas metáforas intrincadas que lo han hecho un artista por demás hermético, los elementos que hacen saltar de las páginas un corpus que trasciende las fronteras de la inmediatez escénica para convertirse en alta literatura.
No por nada, el Príncipe de Asturias de las Letras y las Artes en 2007, año tras año aparece entre los primeros diez candidatos al Premio Nobel, en una iniciativa fortificada por honduras como la celta, bíblica y baudeliarana “A hard rain’s a-gonna fall”: “¿Dónde has estado, hijo de mis entrañas? / ¿Dónde has estado, niña de mis ojos? / tropecé en la ladera de doce montes brumosos / Anduve y me arrastré por seis carreteras sinuosas / Llegué al corazón de siete bosques desolados / me detuve frente a una docena de océanos muertos / Me adentré diez millas en la boda de un cementerio / Y será atroz y será atroz y será atroz / será atroz la lluvia que caiga”.
Bob Dylan – Letras – 1961-2011, editado por Global Rhytm y distribuido en México por Océano, aparece casi al mismo tiempo que el monumental Chimes of freedom, la serie de cuatro discos impulsada por Amnistía Internacional y en la que 80 artistas, entre ellos los imprescindibles Dave Matthew Bands, el legendario Pete Townshend y la pionera Marianne Faithfull, “versionan” 71 canciones del gran arquitecto de la conciencia estadounidense de nuestros tiempos.
Es Dylan. Nada más ni nada menos. El irreductible mago de la trova, el dulce domador del lenguaje, el viejo sabio que más sabe por haber vivido que por haber estudiado.
Durante una cena en París –cuentan los traductores- Bob Dylan le preguntó a Leonard Cohen, el otro gran profeta de la canción, cuánto tiempo había tardado el canadiense en escribir “Hallelujah”. “Mentí –revela Cohen- y le dije que dos años, pero fueron tres o cuatro; luego le pregunté cuánto había tardado él en escribir “I and I” y me contestó que 15 minutos, aunque sin duda mentía: seguramente no había tardado ni 10”.

Diana Bracho, sin motivo de quejas


El sol revienta como plomo en la mañana de Coyoacán. Hay algo de una primavera anticipada que brilla en el aire donde también brilla Diana Bracho, la casi legendaria actriz mexicana, una de las más serias representantes de su oficio, eso que suelen llamar “Primera Dama” del teatro y del cine nacionales.
A los 60 largos (nació el 12 de diciembre de 1944), es una de las figuras más sólidas de la escena nacional y todos los sacrificios que ha hecho en honor de un oficio al que le ha entregado su vida encuentran en su padre, el cineasta y actor Julio Bracho, el gran culpable.
Al menos, así lo hizo saber Diana, visiblemente emocionada, cuando el año pasado tuvo en sus manos el Mayahuel de Plata, distinción otorgada por el Festival Internacional de Cine en Guadalajara.
“Gracias, papi, por darme el cine en tus genes”, apuntó la actriz de casi 40 filmes, innumerables obras de teatro y trabajos relevantes en la pantalla chica, donde engalanó culebrones de gran éxito y series contemporáneas como Mujeres asesinas y Locas de amor.
No hay motivo de quejas para Bracho, quien en el libro escrito por el crítico y ex director de la Cineteca Nacional, Leonardo García Tsao, y editado por la Universidad de Guadalajara, cuenta las peripecias que pasó cuando filmaba El Santo oficio en 1973, a las órdenes del gran Arturo Ripstein.
La actriz, que fue diagnosticada con un tumor tres días antes de comenzar a rodar, dice que “el director se quería suicidar después de la noticia, así que como pude me presenté a trabajar y ese día programaron la escena de la violación, y al día siguiente me arrastraron por un pasillo, y al siguiente me metieron a una tina de agua helada”.
“A la distancia, todo esto parece cómico, pero fue trágico… y jamás me quejé. Jamás me pareció injusto. Realmente no me lo explico porque no es masoquismo ni dejadez, es pasión por lo que haces, y eso es una característica de los actores de mi generación”.
La pasión, esa herramienta inasible para quien carece de ella y formidable para los que se dejan arrastrar por su vértigo, es lo que pone en funcionamiento el motor de esta mujer cuyo rostro mantiene una frescura sorprendente, libre además como están sus facciones de cualquier bisturí inoportuno.
“No estoy en ninguna liga anti-operaciones estéticas, respeto la libertad de cada quien para hacer lo que se le antoje con su rostro, pero no es para mí”, dice con el tono firme y pausado que la caracteriza, un modo noble y directo de enfrentar las preguntas de la entrevistadora.
El mismo tono irrefutable que usa para negarse al primer y previsible interrogante de una cronista poco imaginativa. “No, no me preguntes sobre los espejos”, dice pidiendo que pare la grabadora.
“Todo el mundo me ha preguntado ya por ese tema”, señala con cierto hastío, por lo que pasamos inmediatamente a la charla que, como es de prever, versará sobre muchos temas, menos sobre los espejos.
Aunque sí hablaremos de Espejos, la obra de la joven dramaturga estadounidense Annie Baker en la que una maestra de actuación, cuatro singulares alumnos y un salón de clases son protagonistas de cinco historias donde los secretos, deseos, frustraciones, temores y esperanzas de cada uno, se manifiestan para mostrar la cara oculta de cada quien.
Diana Bracho, Ludwika Paleta y Nailea Norvind, Hernán Mendoza y Juan Carlos Barreto conforman el elenco de la obra producida para OcesaTeatro por Morris Gilbert y dirigida (con los lineamientos del argentino Javier Daulte) por el mendocino Diego del Río
-       Hablemos entonces de la obra…
-       Por supuesto. Se trata de Espejos, una obra de una de las autoras más importantes de la escena actual estadounidense. No es abiertamente una comedia, aunque tiene mucho humor, no es estrictamente un melodrama, tampoco una tragedia…
-       ¿Cómo llegó la propuesta?
-       Me habló el productor Morris Gilbert, con quien 10 años atrás hice Master Class, sobre María Callas. Él había visto Espejos en Argentina. Le fascinó tanto como para traerla y pensó en mí. La leí y me encantó. Luego se juntó un reparto excelente, no sólo en lo profesional, sino también en lo personal. Hemos formado un grupo de trabajo lindísimo.
-       ¿Cree que se puede aprender y enseñar a actuar?
-       Desde luego. Creo en la educación, aunque no creo que un curso de actuación haga un buen actor ni sea la panacea para cualquiera que quiera dedicarse a este oficio. Hay muchos actores naturales que no tomaron nunca un curso y son excelentes. Lo que es cierto es que el talento unido a la formación académica es muy buena combinación, porque el talento, cuando no se alimenta, se desgasta.
-       ¿Quiénes han sido sus maestros?
-       El único maestro formal de actuación que he tenido fue José Luis Ibáñez. Luego tuve una maestra magnífica de Técnica Alexander en Inglaterra. No era propiamente una profesora de actuación, pero siempre digo que mi oficio es antes y después de esa formación.
-       A lo largo de ese aprendizaje, ¿qué cosas la preocuparon más: el cuerpo, la voz, la memoria?
-       Todo. Para un actor, todo nuestro ser íntegro es el instrumento de trabajo. Importantísimos, por supuesto, el manejo corporal, el aparato vocal, un elemento que creo que en este país falla mucho; de pronto tienes a actores muy gritones en escena,  voces muy agudas o voces que no dibujan el personaje…
-       ¿Y qué le pasa cuando escucha que con tanta facilidad muchas personas se dicen a sí mismas actrices o actores?
-       Sí, pasa. No con los arquitectos, claro. No puedes decir: - soy arquitecto, porque al menos tienes que saber levantar un muro. Para responder esa pregunta te voy a contar una anécdota. Tengo una prima en Nueva York cuyo hijo es de esos chavos guapetones un tanto desubicados. Ya lo han echado de cuatro universidades…me dice mi prima un día: - Ya sé lo que va a ser mi hijo, ¡actor!. (risas)
-       El refugio de los buenos para nada…
-       (risas) Sí, el muchacho no pegaba una, así que su madre consideró que podía ser actor.
-       Su famoso sobrino, Julio Bracho, fue también uno de esos casos en los que la actuación sobrevino como una profesión de salvataje.
-       Sí, la diferencia que hago es que él realmente es un dotado para el oficio. No se trata de un bueno para nada. Fíjate que ahí me siento bastante responsable de su carrera. Algo tenía que hacer en la vida y andaba vagando por aquí y por allá, dando lata, con mucho éxito con las mujeres…hasta que le pedí que fuera a un curso de actuación, no tanto para que se convirtiera en actor, sino para que conociera a personas interesantes, para que se encontrara a sí mismo en un entorno creativo. Así que le pedí al maestro Héctor Azar, quien quería mucho a mi padre y me quería mucho a mí, que por favor tomara a mi sobrino en sus clases. Desde la primera vez, Julio supo que lo que más quería en la vida era ser actor.
Una señora muy propia
Uno suele ser víctima de su fama y nunca estar a la altura de su reputación. Frente a Diana Bracho, la tentación es grande: ¿perderá esta mujer alguna vez la calma?, ¿andará por su casa en chanclas, tubos, sin ostentar esa imagen de señora muy propia con la que es vista y descripta por los medios?. La actriz se defiende con cierta brusquedad: “No me analizo, no sé”, anticipa. Aunque luego, más relajada, reconoce que si bien nunca le ha tirado un plato por la cabeza a alguien, tan propia propia, no es.
-       No creo que sea yo una persona cuadrada ni convencional. Una señora propia sería alguien aburrido, con límites muy cercanos y muy chiquitos. No soy para nada así. He vivido muchas cosas, he estado en muchos sitios del mundo, tengo muchas inquietudes…lo que pasa es que soy también una persona reservada, sobre todo porque estoy en un medio de mucha exposición. No tengo ni Facebook ni Twitter. No resisto la idea de estar diciendo: “Hoy me puse los calzones rosa”. No creo que eso sea interesante para nadie. Este exceso de información sobre las personas me resulta un poquito repelente. No he roto un plato, porque no le hago daño a nadie, mis amigos se divierten conmigo, no soy una persona envidiosa y podría definirme como un ser socialmente responsable.
-       Que ha demostrado, además, que el prestigio profesional no requiere andar ventilando los asuntos personales…
-       Efectivamente, cuido mucho mi vida personal. Me cuido. No creo que para ser actor haya que ser un tipo torturado, andar en la droga, así como tampoco creo que para llegar cansado a una escena tengas que correr cuatro vueltas a la manzana como hizo Dustin Hoffman antes de que el gran Laurence Olivier le sugiriera con sencillez: - Simplemente actúa.
-       En ese sentido, ¿se siente más cercana a la escuela inglesa de actuación que a la del método norteamericano?
-       Mucho más. Lo importante del trabajo creativo es encontrar tu propio camino y encontrar lo que te funciona para llegar a una meta. Se vale todo. En lo personal, no soy actriz del método, me funciona más la escuela inglesa de actuación, más rigurosa en cierto sentido y menos dependiente del momento emocional del actor. Conocí a un actor al que le tenían que contar un chiste para que se riera. ¿Dónde está entonces la imaginación?
-       ¿Y a quién admira?
-       Bueno, Helen Mirren es una diosa. No me quiero comparar con ella ni quiero imitarla, pero funciona casi como un espejo para mí. Es de mi generación, no se ha hecho cirugías, pasa de la televisión al teatro y del teatro al cine con mucha facilidad. Encima, a los sesenta y pico la eligen una de las mujeres más sexy del mundo.
-       Bueno, usted no baila mal las rancheras en ese aspecto…
-       (risas) Ayer fui al médico, porque tuve un accidente feo en el escenario. Choqué con un actor que mide 1,80 metros y pesa 130 kilos. Fue una bicicleta contra un trailer. Total que fui a la consulta por prevención y me dice el doctor: - Está usted muy bien hecha. Ese es el tipo de espejo que me gusta.

Laura García, una chica al pie de la letra

Si es cierto eso que dicen de que las madrileñas tienen salero, gran parte del patrimonio saleroso de la capital española recayó en la conductora televisiva Laura García Arroyo, dueña de un carácter vivaz y de una sonrisa que contagia incluso al más amargado de los seres.
Con su juventud y carisma se ha ganado un lugar en la pantalla alternativa y aunque no es popular como otras Laura más gritonas que pululan por el universo catódico de este mundo que amenaza con acabarse, hay que decir que la joven muchacha tiene su lugarcito propio entre el público aficionado a los programas culturales.
Por gustarle no le hace el feo a casi nada. Desde la cerveza hasta el futbol, sobre todo el que ejercitan los comandados por el antipático portugués José Mourinho (sí, la García es del Real Madrid), desde los diccionarios hasta esa dichosa palabra que poca gente entiende y ella sí, Laura es multitemática.
Aunque en el tú a tú deja correr un seseo más castizo que los reyes de España, sus intervenciones en La dichosa palabra, por Canal 22 y sus colaboraciones como comentarista de los deportes en TVC, la muestran como una mexicana más, tan integrada como está a nuestro país, donde vive hace más de una década.
Llegó de casualidad atendiendo un llamado laboral para editar diccionarios y se quedó prendada de un país que “conoce casi todo del mío, aunque en España se sepa poco de México”, dice a GENTE.
Entre los argumentos para quedarse aquí primero estuvo un esposo del que ya se divorció y luego los chiles en nogada de La Poblanita, en la San Miguel Chapultepec, que son su pasión. No falta por supuesto el mezcal, que prefiere al tequila y que la obliga a frecuentar más que seguido el local La Clandestina, en Álvaro Obregón.
Preocupada por la situación política y social de México, no sabe a quién votará este año y al mismo tiempo es prudente en sus opiniones, convencida como está de que una “naturalizada es una mexicana de segunda”.
Cuando le toca mencionar a su selección de futbol, no olvida que La Roja es campeona del mundo y mucho menos que ella, la conductora de la tele cultural, es “española hasta las cachas”.
La ciudad inhabitable
Como casi la totalidad de quienes viven en el Distrito Federal, teme porque la inseguridad reinante en el país invada el territorio hasta ahora apacible del Distrito Federal. Que de un día para el otro ya no se pueda caminar por las calles, que la gente tenga que esconderse temprano en sus hogares y que México comience a ser una ciudad inhabitable.
“Un extranjero siempre tiene una opción B, que es la de regresar a su lugar de origen aunque ello resulte siempre difícil y muchas veces imposible. Soy de aquí, me gusta estar aquí y no quiero que la inseguridad me expulse de un sitio donde soy tan feliz”, afirma.
“Como extranjera, siempre te la pasas balanceando. Siempre dices: qué dejo allá para tener acá y viceversa. Cada vez que voy a España, por ejemplo, entro en una pequeña crisis, pues allá hay una libertad total de movimiento que acá no siempre tengo”, manifiesta.
“Estoy en una ciudad agitada, intensa, divertida, pero, ¿a qué precio?, son algunas de las preguntas que te haces”, agrega.
Mujer de muchos amigos y de muchas pasiones, pierde un poco la cabeza cuando escucha pronunciar mal una palabra o conjugar peor un verbo. “Pero jamás corrijo a alguien, salvo que tenga mucha confianza con esa persona y lo hago entre risas, como broma”, admite.
Pertenece, eso sí, a un medio que como el televisivo guarda poco las formas del lenguaje y acostumbra a estar enemistado con la gramática. Sucede, según su parecer, que “hay poca exigencia con la profesión de locutor o conductor. Se ha perdido un poco el canon del oficio. No cualquiera debería aparecer en la televisión. Hay gente que no comunica, que no es expresiva y ahí está…o estamos, no sé (risas)”.
“La verdad es que no sé cómo combatir lo mal que se habla en muchos programas televisivos, sería como encarar una verdadera cruzada que desconozco si llegaría a buen puerto. El resultado tal vez sería frustrante”, reconoce Laura.
De niña soñaba con ser cantante y con estar en un camerino, maquillarse, vestirse para salir al escenario. Algo de esa imagen se reproduce en su oficio actual, aunque más sorprendida y agradecida está con el país que ha elegido para vivir “porque me ha inventado sueños que no tenía y me ha permitido cumplirlos”, dice.

Para Rihanna, el mayor problema de su vida es ser Rihanna

“¡Que coma algo, por favor!”, fue el clamor en las redes sociales cuando la casi esquelética Rihanna (Barbados, 20 de febrero de 1988) apareció en la alfombra roja de los Grammy, luciendo un vestido negro y escotado que dejaba al descubierto su magra figura.

Sabido es, de todos modos, que no hay que hacerle caso a las redes sociales: un día quieren que Adele adelgace, al otro se encienden defendiendo la apostura robusta de la exitosa intérprete británica. Cuando no matan a alguien que, con un consuetudinario mal gusto se niega a morir, como fue el caso del rockero Bon Jovi, a quien Twitter mandó a la otra dimensión sin que el artista quisiera irse al Más Allá y, por el contrario, publicara su imagen rubicunda al pie de un frondoso árbol navideño.

Sin embargo, el señalamiento al cuerpo sin carne de la joven barbadense no es sino otra señal de alerta de las muchas que despierta a su paso esta niña-mujer, víctima y victimaria de un sistema mercantil que la convirtió en estrella globalizada de la noche a la mañana.

Obligada a ejercer de femme fatal desde que en 2005, con apenas 17 años, cimbrara el mercado de la música con su álbum debut Music of the Sun, Robyn Rihanna Fenty intenta madurar como pieza clave en una maquinaria que es ella misma: rubia en la portada de Vogue, imagen de un perfume, jurado en X Factor, compañera musical de Coldplay como certificado oficial del pase total del rock al pop de la banda inglesa liderada por Chris Martin…a todo dice que sí la pluriempleada intérprete de “We found love”.

Pero no se madura con muchos dólares en la cuenta, 12 millones de seguidores en Twitter y siendo el colosal centro de atención mediática en una sociedad que se engulle como caramelos los productos de entretenimiento que encumbra hoy y pulveriza mañana.

Ni Rihanna, mucho menos ella, puede escapar de un mundo que se para ante una hermosa muchacha apenas instruida y le plantea una guerra de largo alcance, con sofisticadas y letales armas. Las batallas son constantes y en casi todas, gana la casa.

Un novio que la golpea hasta deformarle el rostro, los insultos racistas que le propina un atildado y blanco europeo en un hotel de Lisboa, el rechazo de un granjero conservador que la desprecia y la saca casi a patadas de su campo en Bangor, Irlanda del Norte, la nota en que una periodista holandesa la llama “la última zorra negra”, los excesos alcohólicos de quien fue bautizada “Riri” en las redes sociales, el regreso al novio golpeador, las crónicas periodísticas agoreras que anuncian (¿y desean?) una muerte inminente a causa de las adicciones y muy al estilo Amy Winehouse…

Es este abril el mes que la atribulada cantante debutará en el cine para ofrecer la versión fílmica del videojuego Battleship. Dirigida por Peter Berg y junto a un elenco estelar que encabeza Liam Neeson, Rihanna se calza un uniforme militar para luchar contra los alienígenas y de paso sumar un escaparate donde lucir su bella y archifundida imagen.

Cuentan los amigos de “Riri” (esas “fuentes anónimas” que alimentan con sangre fresca la carroña mediática) que la artista lloró desconsoladamente cuando supo de la trágica muerte de Whitney Houston. “Teme terminar como ella si no para con sus adicciones”, dijeron.

El destino, que en la vida de Rihanna siempre muestra su cara más contradictoria, la pone ahora en el primer lugar como candidata a protagonizar el previsible biopic de la diva negra del pop, fallecida a los 48 años en un hotel de Beverly Hills.

Tal como está el patio, para la barbadense el problema no será encarnar a Whitney en la pantalla grande. El problema de Rihanna es, definitivamente, ser Rihanna.