viernes, 30 de mayo de 2008

LOS ANALFABETOS Y LA PAVURA



Un primer plano de Ethan Hawke en la demoledora versión de Hamlet dirigida por Michael Almereyda nos retrotrae a la visión del primer Hamlet de nuestras vidas, tal vez aquellos primeros pasos esquivos y orgullosos sobre un escenario de bachillerato, cuando en una adolescencia desatada creíamos que podríamos alcanzar el rango de una estrella hollywoodense o, mejor aún, la estatura moral y artística de alguna torturada actriz europea, por caso la Magnani, siempre la Papas.
Ese príncipe de Dinamarca no tiene mucho que ver con éste, sobre todo por la presencia de Sam Shepard como la Sombra que todo lo denuncia (Shepard puede hacer la diferencia en beneficio de la calidad en cualquier obra o película en las que participe). Sin embargo, las reflexiones del noble extraviado, aquello de "Sea, pues, brutal negligencia, sea tímido escrúpulo que no se atreve a penetrar los casos venideros (proceder en que hay más parte de cobardía que de prudencia), yo no sé para qué existo, diciendo siempre: tal cosa debo hacer; puesto que hay en mí suficiente razón, voluntad, fuerza y medios para ejecutarla...", golpean en el fondo de lo que solemos llamar alma, entuerto existencial o distinción de raza perecedera, con la misma fuerza inmisericorde.
La versión de "Whole lotta love", que nada tiene que ver con Shakespeare, en la garganta sexagenaria del mítico Robert Plant, acompañado por su extraordinaria banda, The Strange Sensation, me lleva a esas madrugadas de sábado dictatoriales en una oscura sala de la calle Corrientes, Buenos Aires City, donde pasaban, inevitablemente, como único programa, La canción es la misma, célebre filme de los adorados Led Zeppelin. No hay relación entre aquella y esta, también maravillosa, versión de uno de los temas más cantados y elogiados de la banda inglesa más importante después de Los Beatles. Sin embargo, los acordes y la voz vieja de Plant, los acordes y la voz joven de Robert, pegan en el punto patibulario del corazón, esa zona donde los sueños juegan al ahorcado y esgrimen sentimientos insensatos para poder acceder a unos minutos extras de vida en la Tierra.
El arte y el olvido se parecen en eso de no respetar los caprichos del tiempo ni los de la pavura.

soledad de huesos


Atusa tu boomeran, muchacha, y no te me enamores. Viene el viento bien y no me despeina. No quiero controlar ni que me controlen. La soledad del corredor de mediofondo. Me hablaste ayer de ese libro que no leí y nunca leeré. Pero entendí claramente lo que querías decirme. Tal como la planteas lo siento. Una capacidad tuya, supongo. Entender lo que me pasa. Pero ni tanto ni tan poco. Me asusta la derrota de necesitar una conversación que dure hasta la claridad del día siguiente. Temo que mis huesos se quiebren en tus manos y que mi soledad, tan mía, se diluya entre tus ojos. Dices que somos amigos del alma, dices que me querrás toda la vida, dices que vendrás a hacerme de comer. Mis necesidades satisfechas cuando yo menos lo pido me hacen temblar y maldecir. La soledad es la materia y el desapego una mórbida locura que me hace cerrar las ventanas de mi vida. No llamo. No busco. No deseo.

jueves, 29 de mayo de 2008

UNA ENTREVISTA A DANIEL GIMENEZ CACHO (del año 2003)


HUMANO, DEMASIADO HUMANO

Daniel Giménez Cacho es un hombre lleno de defectos. Y de problemas. Como muchos de los habitantes de la ciudad más poblada del mundo, se agita en la penumbra de las largas y defeñas noches de su primera madurez a la espera de que no sean dos adolescentes temblorosos lo que a punta de pistola de juguete le roben los pocos pesos que suele llevar en el bolsillo y le quiten la agenda electrónica que nunca repondrá. A veces no entiende cómo los vecinos en el edificio de Condesa donde vive no se animen a querer a una perra salchicha que María y Lucio, los hijos de este hombre de 41 años, bautizaron Cuca antes de que tuvieran que devolverla en beneficio de la tranquilidad comunitaria. Como a muchos de los hombres y mujeres que trabajan en una de las urbes más contaminadas del planeta, a Daniel Giménez Cacho le cuesta llegar a fin de mes. Conoce los desafíos cotidianos que plantea el pago de la renta y de la colegiatura de los niños, sabe del aumento de los precios cada vez que va al supermercado y hace equilibrio monetario para que los billetes, que también pueden ser -va de suyo- un vehículo de placeres terrenales, no sean destinados sólo a las obligaciones. Se le va la vista, como a cualquier hombre con los cromosomas bien colocados, cuando pasa frente a sí una muchacha a la que le quedan bien unos pantalones colorados, y a veces está muy triste; otras, disfruta de las llamas efímeras de la felicidad.
Pero Daniel Giménez Cacho no es un hombre como cualquiera. En su atribulado microcosmos, este hombre de estatura mediana, medianamente guapo, medianamente intelectual, reparte las reflexiones existenciales y las livianas peripecias del diario quehacer con la irrefutable percepción de ser un ilustre conocido en una sociedad que valora el brillo público más que la vida misma. Actor de tiempo completo, por su rostro han desfilado las muecas de un estafador, de un asesino serial, de un maniático celoso irreversible, de un enamorado que mira por la ventana, de un náufrago drogadicto en busca de su padre... Obras generalmente autogestionadas, en cantidad suficiente como haberle hecho crecer el más leal de sus amores: el teatro, y más de una de decena de filmes nacionales y extranjeros, lo han convertido en un histrión sofisticado, versátil. En su universo personal abona algunas neurosis visibles: discute a los gritos con los amigos en ciertos lugares públicos, se arrepiente de algunas declaraciones dadas a la prensa y anda por la vida haciendo como que no le importa nada, cuando la realidad es que ciertas coyunturas, como la toma violenta del canal 40 o la situación de los indios en Chiapas, convocan su furia y su energía auténticas.
No es joven, pero tampoco viejo. Así que no evita llevar pancartas en ciertas manifestaciones políticamente correctas o en imponerse desafíos profesionales: dirigir en el futuro su ópera prima, pelear por el derecho a montar una obra que le interesa, asumir con parsimonia la percepción de cierta fama pública y en cambio propiciar el riesgo singular que le propone su talento.
Como en la conocida canción de Sting, Daniel Giménez Cacho suele bailar solo. En antros adonde no irían mucho de sus colegas alcanza su máximo nivel de tolerancia alcohólica y le guiña el ojo a los meseros cuando éstos le preguntan qué tal estuvo eso de besar a Salma Hayek. Llora con los boleros de Álvaro Carrillo y se sacude el alma con la voz de cristal de Jimmy Scott. Hubo un tiempo en el que leía devoradoramente a Pessoa; ahora está interesado en descubrir a fondo la pluma de la inolvidable María Zambrano.
Es afable hasta la desesperación y rebelde hasta el cansancio. Vive Dice muchas veces que sí, aun a riesgo de caer en ridículo, como cuando una inefable reunión de la llamada “literatura erótica” lo condenó a leer un poeta que ignoraba. Se trataba del español José Ángel Valente, fallecido en el 2000, y por quien Giménez Cacho preguntó “si no está aquí esta noche”. Y tiene enemigos ilustres, o ex “grandes amigos”, como el cineasta Antonio Serrano. Posee un bar. Comparte las pocas ganancias de una editorial de libros de teatro. Es buen cocinero y un poco obsesivo en los temas que hacen al orden y la limpieza del hogar. Algo nos dice que todavía está en plena forma para disputar a lo Nájera el mejor de sus partidos. Y algo también nos dice que, a tono con esa pasión nietzscheana que lo caracteriza, ninguna cuota extraordinaria de fama le hará perder el rumbo que lo ha llevado a ser humano, demasiado humano.
A continuación, la entrevista.

- ¿Cómo fue lo de Pedro (Almódovar)?
- Lo de Pedro fue muy divertido, oírlo hablar, escuchar cómo contaba la historia, que es por cierto bastante personal, tiene toques autobiográficos. Es una historia que tiene desde hace 10 años o más y no la había hecho por diferentes razones, hay muchos recuerdos de su infancia, de los abusos que él sufrió por parte de los curas. Lo que más me llamó la atención del guión es la particular visión que tiene Pedro acerca de los géneros; los divide en forma especial, o no los divide, más bien los mezcla y nos hace ver que todos somos varias cosas masculinas y femeninas a la vez. El libro irradia mucha fuerza y dan ganas de hacerlo. Después de la reunión llegó Gael desde Londres. En la película Gael es mi víctima. Se supone que yo abusé de él, aunque en realidad es que me enamoré y luego lo termino matando. Pedro nos vio trabajar juntos y le gustó.
-
- ¿Qué siente cuándo gente como Diego Luna y Gael García dicen que usted es su ídolo?
- Me da ternura, me da más ternura que orgullo. Qué lindos ellos, pero nada más.

- ¿En qué momento de su vida y de su carrera le llega la propuesta de Almódovar?
- Pues en un momento muy particular, porque hace poco conocí a una amiga de la que me hice muy amigo en poco tiempo y ella empezó a hablarme sobre la imagen que yo aparentaba hacia afuera, me decía que si yo era un actor reconocido en México tenía que trabajar para esa imagen y salir un poco de esa cierta actitud como de reacción hacia los medios, de no querer entrar en el juego, en el sistema, de considerarme de algún modo superior y entonces por eso no querer alternar con la mediocridad del mundo. Gracias a las conversaciones con esta amiga, simultáneamente con algo que yo traía, empezó a operar un cambio en mí, de más apertura, más tolerancia, quizá un poco más de planificación de la carrera, cosa que nunca había hecho, todo venía sucediendo de ese modo y en ese contexto me llamó Pedro.

- ¿Cuándo se dio cuenta de que lo que era una vocación inconmensurable e irrefutable empezó a ser una carrera profesional?
- Tardó bastante, porque cuando yo decidí que quería ser actor no tenía idea de que era una vocación, había hecho una cosa para el festival del día de las madres cuando era chico, lo recordaba como algo muy suave, un lindo recuerdo y nada más, nunca hubo el afán y el saber qué era yo. Empecé, y creo que pasaron como siete años para darme cuenta de que algo había en la actuación. Primero incursioné en el estudio de la Física, después me fui a Italia...en fin, así se fueron dando las cosas.

- ¿Hubo alguna película u obra de teatro que le haya dado la percepción de que era un actor hecho y derecho?
- Creo que fue Solo con tu pareja.

- ¿Podría decir en ese sentido que las carreras de Alfonso y Carlos Cuarón y la suya han corrido por caminos paralelos, de igualdad estética?
- Bueno, hay algo de eso, pero me parece que tiene que ver más con la generación, es pensar qué tipo de cine queremos hacer las personas que nacimos más o menos por la misma época. Pertenecemos a la generación que vivió la transformación de las políticas de gobierno hacia el cine y de los gustos predominantes que había. Compartimos la búsqueda de un lenguaje cinematográfico.

- ¿Qué tipo de cine quiere hacer?
- Me gusta esto de Pedro Almodóvar, por ejemplo, porque es una manera de tomar partido sin panfleto. Como actor, tienes que estar de un bando o del otro para poder decir cosas que te importan. Y ese es el cine que me interesa.

- En el caso de la película de Almodóvar, ¿implicaría tomar partido frente a la sexualidad?
- Frente a la sexualidad, a la familia, frente a la moral nueva o la búsqueda de una nueva moral, cosas así me interesan más que cuestiones puramente de lenguaje o estéticas.

- ¿La sexualidad es un elemento frente al que hay que tomar partido; no basta con vivirla?
- Creo que hay que vivirla, y vivirla es tomar partido. Por tomar partido entiendo que si tú sientes algo te hagas responsable de ello, y vayas hacia eso y lo vivas con valentía.

- ¿Cómo fue en su caso la sexualidad, un problema, una vía de conocimiento?
- Fue una vía de conocimiento, pero hubo que luchar contra las influencias externas, los condicionamientos que buscan ponerte caminos y que te definas. Encuentras en lo complicado de la sexualidad, que no puedes mentir por mucho tiempo, te puedes mentir un poco, aprendes a saber qué eres y a lo largo del tiempo a saber qué quieres. A través de la sexualidad puedes llegar a conocerte mejor y saber qué es lo que quieres realmente.

- ¿Qué es lo que realmente quiere?
- Lo que realmente quiero son cosas muy íntimas, muy privadas, complicadas de decir en una palabra. Lo que realmente quiero es tener una buena negociación con la sociedad, una negociación en donde no sucumba yo como individuo y en donde tampoco esté negando la influencia que tiene para mí el contexto social y lo importante que es vivir en sociedad. Lo que me importa es llegar a un equilibrio en donde la sociedad no me domine, ni negar a la sociedad para sobrevivir.

- No abandona la utopía gregaria...
- Exactamente. No a condición de fundirme en lo colectivo, sino manteniendo mi individualidad.

- ¿Qué encontró en los ojos de Almódovar cuando lo miró?
- Mucha vitalidad, mucho placer y mucha libertad para ir de una cosa a otra, mucha libertad consigo mismo, con su propio personaje Pedro Almodóvar, que no le pesa, decía, ahorita les estoy diciendo esto, pero quizá ese día hagamos lo contrario.

- Usted declaró que en su primera estadía en España había perdido su centro ¿En este segundo desembarco, lo encontró?
- Lo encontré antes, el regresar de España me sirvió para hacer un balance de lo que había pasado y creo que lo voy empezando a encontrar y es muy curioso cómo este trabajo me cae ahora en este momento y cómo lo recibo, que es una cosa muy importante para mí; sé que va a ser muy importante, pero también sé que si no sucediera, eso no representaría una tragedia para mí.

- ¿Qué significa para usted el hecho de que dos mexicanos tan arraigados en la cultura cinematográfica contemporánea como Gael y usted estén protagonizando la película del autor más importante en habla hispana?
- Yo no lo puedo ver como una cosa general de México en la historia, para mí es una coincidencia; es cierto que a las coincidencias uno las va construyendo y no sucede nada gratis, pero que los dos seamos mexicanos me parece algo relacionado con el puro azar y me encanta que así sea. NO hay nada planificado, tiene toda la sorpresa y la maravilla de algo casual.

- ¿Por qué cosas cree que Pedro eligió a Gael?
- Por la edad, tiene la edad ideal. Tiene además un rostro cambiante, que no es definitivo. En la cara de Gael hay algunas cosas femeninas, y su personaje en La mala educación se tiene que transformar mucho. Gael posee además una mirada intensa y, obviamente, es un gran actor. Por todas esas cosas, creo yo, fue elegido, pero no por ser mexicano.

- ¿Ha trabajado otras veces con Gael?
- Hace siete años y durante unos días, cuando él entró a sustituir a Diego Luna en una obra que se llamaba Roberto Zucco. Ahí me di cuenta de que era muy buen actor. Yo lo tenía que matar.

-Esta vez también tiene que matarlo.
- No lo mato yo directamente con mis manos, lo mata un cura que me asiste, pero soy cómplice, y además es el objeto de mi deseo; hacemos una escena fuerte, porque él hace de un niño que quise mucho, que llega trece años después vestido de mujer a chantajearme y no queda otra más que matarlo, pero yo sigo muy enamorado, es una escena muy bonita para actuar.

- ¿Hay qué matar a los objetos del deseo?
- Antes de que nos maten sí; en defensa propia.

- Se dice de usted que es un actor versátil y sofisticado, ¿qué dice al respecto?
- No sé, versátil puede ser, pero nunca me he considerado sofisticado. Siempre he pensado, a lo mejor me equivoco, que al no ser muy intelectual, siento que soy bastante basto, visible, tomo partidos muy claros.

- ¿Alguna otra cosa es que nadie dice?
- No sé, me gusta meterme en cada trabajo, es como toda una época de la vida que uno vive, no me gusta estar en dos cosas a la vez, hacer dos películas al mismo tiempo se me hace imposible, como que cada personaje te deja cosas de tu vida y es un etapa de tu vida, lo haces y se acaba, como si tuvieras relaciones. Cada vez me va importando más las cosas me pasan en cada trabajo que realizo. En esta película de Almodóvar, por ejemplo, lo más lindo para mí va a ser conocer a Pedro, estar cerca de él durante un tiempo de mi vida. Claro que me va a importar también que a la película le vaya bien, que tenga premios, pero no será lo fundamental.

- ¿Sigue algún método de actuación, diría que es de alguna escuela en particular?
- No, hago una mezcla de todos; creo que ya no existe ese dogma del método, está comprobado que eso sirve para un estilo, si haces algún tipo de cosas, entonces sí te sirve. He probado, incluso, no hacer nada, sólo aprenderme las líneas y no hacer nada; eso funcionó bien en Aro Tolbukhin, pero no en Vivir Mata, en donde tendría que haber hecho más construcción. Estaba en esa etapa de probar, sólo aprender las líneas y lo demás tenía que venir por el contacto y la interacción con los otros personajes, pero me equivoqué, tendría que haber construido más mi personaje, como lo hicieron Luis Felipe y Emilio. Construir un personaje de la ciudad, peculiar, extraño, un poco extravagante, me fui un poco a algo seudo natural.

- ¿Ha sentido la envidia sobre usted?
- Poco; nunca la he sentido como un obstáculo que no pudiera brincar.

- ¿Qué cosas le han impedido brincar en la vida?
- Yo mismo, mi propia incapacidad, mi propia ceguera, mi necedad, a veces mi amargura.

- ¿A quién ha envidiado?
- Eso es muy curioso como se va graduando; hay etapas en las que vas a ver una película que te encanta, pero la sufres porque te sientes lejísimo de eso, sientes que nunca vas a formar parte y en vez de disfrutarlo lo padeces y te vas deprimido a tu casa. Cuando vas agarrando un poco más de seguridad, dices: - yo no puedo hacer eso, pero, ¡qué maravilla! y lo puedes disfrutar; yo siento que ese ha sido un termómetro de cómo estoy, si no puedo disfrutar bien las cosas geniales, considero que no estoy bien.

- ¿Se jacta a veces de no ser un intelectual?
- Para mí es importante confesar que no soy un intelectual. En general, como leo bastante me hacen preguntas en ese sentido y da la sensación de que soy un intelectual, cosa que no es cierta. Yo no estoy en el mundo de la literatura, ni me muevo en esos ámbitos, sólo me gusta leer, nada más. De alguna manera esa etiqueta me ha rondado, porque soy medio mamón a la hora de ponerme a hablar.

- A los 41 años se va a poner en manos de un director que no admite mucha independencia en sus actores, lo decía el propio Almodóvar, que sus actores suelen hacer lo que él quiere, lo que le crea un enorme poder sobre ellos ¿No le crea ningún tipo de miedo previo o un desafío?
- Claro que es un desafío, pero dentro de eso que él dice, todavía hay un margen enorme de libertad, aun cuando él tenga clarísimo lo que es, con inteligencia uno puede enriquecer eso y proponerlo. Yo lo sentí una persona abierta y clara. En el caso de un director como Pedro, que tiene tan clara la película que quiere hacer, el actor tiene que estar muy metido para, desde un lugar interesante, aportar algo.

- ¿Cómo se ve en el futuro?
- No sé, porque como todo ha sido siempre tan cambiante y nunca te imaginas adónde vas a ir a parar..por ejemplo, yo no pensé que fuera a tener hijos y los tuve, no pensé que fuera a trabajar con Almodóvar, y ahora voy a trabajar con él. En el futuro me gustaría tener acceso a medios que me permitan decir más cosas.

- La película de Pedro se llama La mala educación, ¿usted recibió una buena educación?
- En general sí, en lo sexual, malona, pero no traumática. Al el último de seis hermanos me dejaron más suelto y eso fue muy bueno para mí.

- ¿Fue feliz en su infancia?
- Creo que sí, aunque permanece en mí una cierta sensación de abandono, que no he sabido definir todavía qué tan real es, porque con los recuerdos nos podemos engañar mucho.

- ¿A qué jugaba cuando era niño?
- A hacer bombas molotov, a hacer pólvora, a masturbarme ocho veces al día, a hacer experimentos, tenía mucha soledad para hacer todo eso. Tenía también mucha libertad para estar en la calle, para fumar, para andar en bicicleta a la hora que fuera.

- ¿Le hubiera gustado ser más alto, más rubio, más moreno?
- No particularmente, sin embargo me doy cuenta de que con paso del tiempo me gusto un poco más que antes.

- ¿A qué tiene miedo?
- Hay uno como abstracto, algo que arrastro desde hace tiempo y que tiene que ver con que las cosas puedan estar al alcance de mi mano y que yo no pueda tomarlas por no verlas, por ceguera, por idiotez, por el mismo miedo. Tengo miedo a quedarme solo.

- ¿Qué significa ser un chico-Almódovar?
- Bueno, estoy un poco madurín, diría que no está mal a los 41 ser un chico-Almodóvar.

- Habló al principio de la nota de una amargura, la vida parece haberlo tratado muy bien, su carrera también ¿de dónde viene esa amargura?
- En este momento no la siento tanto, pero la he sentido en otros, ¿de dónde puede venir?, supongo que de plantearte mal los sueños, de plantearte expectativas de juventud que mantienes por demasiado tiempo y que no se te cumplen, y entonces eso te genera insatisfacción. En diez años por ahí voy a decir que eran absurdas, yo creo que tienen que ir cambiando, en diez años tu cuerpo cambia, tu biología cambia, y hay que cambiar las expectativas.

martes, 27 de mayo de 2008

¿Se ha muerto Sidney Pollack?


Me parecía que nunca iba a morir. No porque fuera especialmente fanática de su obra o que, entre todos los directores que han dejado una huella en mi formación cinematográfica, fuera Sidney Pollack uno de esas recurrencias intelectuales que dan sustancia a un discurso estético o afición consumada. Nunca he encontrado, por ejemplo, esos altos valores artísticos que han hecho que la mayoría de los expertos cinéfilos en todo el mundo estableciera que Tootsie es una gran película. Debo decir, eso sí, que junto con La decisión de Sophie y Los puentes de Madison, Memorias de África me parece uno de los filmes que más justicia le han hecho al enorme caudal histriónico que posee Meryl Streep, una de las grandes actrices gringas de esta era, desafortunadamente siempre pasada de rosca en casi todos sus trabajos.
Me gustaba mucho, sin embargo, Sidney Pollack, me gustaba su rostro y ese aire de “pibe banana” que conservó hasta su muerte reciente, a los 73 años. Para mi sorpresa, descubrí que este hijo de inmigrantes rusos con pinta de mujeriego estaba casado y vivía una vida de familia convencional desde 1958 con la actriz Claire Griswold. El matrimonio, que residía en California, tuvo tres hijos, el mayor de los cuales murió en un accidente aéreo en 1993.
Pollack parecía que nunca iba a morir, probablemente porque sus múltiples actividades en la industria cinematográfica de Hollywood le otorgaban cierto carácter ubicuo. Además, en cada cosa que hacía, transmitía un entusiasmo que uno podía adivinar en las entrelíneas, en los pliegues. Todo parecía interesarle y siempre, como el dinosaurio de Monterroso, estaba allí a la mañana siguiente. Cuando no era su trabajo como documentalista del arquitecto Frank Gehry eran las repeticiones de películas como Maridos y esposas, de Woody Allen, donde su función de actor resulta ahora mítica y en su momento altamente elogiable. Por otro lado, Maridos y esposas es una de mis favoritas entre la obra del cineasta neoyorquino.
En 2002 recibió en el Festival de Cine de Locarno el Leopardo de Honor por su trayectoria. Sin embargo, el homenaje a su carrera que más me conmovió fue un reciente reportaje de la televisión española que contaba cómo el caso de su película El jinete eléctrico (1979), que una televisión europea pretendía transmitir cambiada de velocidad y tamaño de cuadro, había servido a un grupo de cineastas –no me acuerdo si daneses o suecos- a protestar ante los Tribunales en defensa de las características originales de los filmes. El caso se perdió, pero marcó un precedente importante para la lucha en pos de que no se coloreen las películas en blanco y negro ni se cambien ninguno de los elementos esenciales que hacen que un filme sea ese y no otro.
Un cáncer le había sido diagnosticado hace 10 meses. Así que es tan cierto que Sidney Pollack ha muerto como que mañana seguirá estando ahí, al pie del cañón, tan vasta fue la obra que conforma su ecléctico legado.

lunes, 26 de mayo de 2008

Bello, ciao






Los domingos a la noche tengo cita obligada con People and Arts. La serie Los Tudor, que muchas veces me complica porque me pierdo entre tantos modos de la Realeza y “su excelencia, su Majestad, después de usted, etc.”, se ha adueñado de mi escasa fidelidad televisiva. Claro que hay un monarca que es, a todas luces y a todas sombras, inconfundible y el que ha sido capaz de atenuar esa especie de trágico aburrimiento que suele tener el fin-fin de la semana.
La mayoría de los espectadores coincidirá conmigo en que el principal atractivo de la serie es ese absolutamente sexual Enrique VIII, ejercido y dominado por el hermoso irlandés (30 años muy bien trasladados por el mundo) Jonathan Rhys Meyer.
Oriundo de Dublin, el modelo mimado de Hugo Boss y el venerado (como puede verse en las fotos) por Donatella Versace, me hace tararear con muchos motivos pero sin razón alguna aquella canción de Djavan: “yo iría a Malasia a verte, si tú te fueras para Asia.” El único pecado mortal que este chico no perdonaría sería ignorar esa fuerza de la naturaleza que emerge de su maravillosa estampa. No me sorprendería que mientras escribo esto, el pobre protagonista de Match Point estuviera sufriendo terribles acosos por parte de mujeres, hombres y quimeras –como define mi amigo Alejandro-. Me lo imagino inmerso en el dilema de determinar cuál será la mejor manera de recibir ayuda, por lo que me pongo mi traje del Chapulín Colorado y corro presurosa –y sudorosa, hay que admitirlo- a salvarlo de las garras de la lujuria no autorizada. Por esa pierna derecha chueca y ese andar que me recuerda a la adolescencia, cuando uno caminaba mucho de un modo que decía: nada me importa más en esta vida que ser el centro de tu mirada, he cumplido el sacrificio de mirar desde el inicio al fin la abominable y cursi August Rush, donde la “inexplicablemente convertida en estrella de tele y luego de cine” Keri Russell (ay, mi madre, la insufrible Felicity es como la insufrible Katie Holmes o la más de las más insoportables Keira Knightley, que siempre tiene cara de haberse tomado recién un diurético de efecto poderoso) y “el nunca suficientemente criticado” Robbin Willliam, luchan sin conseguirlo por brillar algo al lado del reluciente Jonathan.
No hay plano que este chico no haga estallar con su gesto luminoso y Dios –si es que ha sido él el fabricante de semejante ejemplar de raza pura masculina- lo guarde siempre en su Gloria y no sea como esos pedazos de tontos hermosos que mueren jóvenes y suicidados.

Si bien es cierto que poco mérito hay en la belleza física, no es menos verdadero que la hermosura constituye un poder capaz de derribar gobiernos o iniciar guerras entre naciones o vecinos. Decir hermosura, claro, es hablar de esa fuerza interior que domina a ciertas personas y las hace irresistibles, pecaminosamente excluidoras de cualquier otra energía que a su lado intente explayarse.
Sólo los imbéciles y brutos que confunden el good-looking o ese estatus horripilante que en español se expresa por medio de lo “bien parecido” (puajjj) , pueden no entender a qué se refiere el concepto de “interior” aplicado a la belleza.
Jennifer Aniston es bien parecida, Angelina Jolie es hermosa, para que nos entendamos.
Ser hermoso desde adentro es a lo que se dedican las mariposas, que si las ves volar a tu alrededor te quedas anonadado y mudo, pero que si en una de esas tonterías incomprensibles que a veces solemos protagonizar, las atrapamos con nuestras medias de red, pierden ese grado de lo absoluto y pasan a ser algo bonito y colorido en las páginas de nuestro diario.
Tom Cruise es good-looking, Jonathan es hermoso. Al irlandés se le muere la madre, lucha por no chupar media bodega cada vez que se encuentra con un amigo de la infancia en su país natal y se pelea con Scarlett Johansson en la filmación de Match Point porque no puede dejar de mirarle las tetas. (“Es que como es muy joven todavía su cuerpo sufre muchas transformaciones. Y los pechos le crecían a diario en la filmación. No podía dejar de mirarlos…”, explicó sin que la rubia pudiera perdonarlo.)
Ah, Tom es el marido de Katie Holmes y quiere dominar el mundo con la iglesia de la Cienciología como arma infalible.
A las mariposas y Jonathan Rhys Meyer, saravá.

domingo, 25 de mayo de 2008

BOB, EL PENDIENTE


La vida de Bob Dylan en I´m not there, de Todd Haynes, puede leerse página por página o ser utilizada como material de consulta en forma azarosa, sin seguir un orden convencional. Como si el mismísimo e imprescindible libro de Howard Sounes para la colección Reservoir books de Mondadori hubiera por efecto de alguna magia estrambótica cobrado forma en la pantalla grande.
Filmar como escribir, mirar la pantalla en actitud lectora, dándose la posibilidad de detener la imagen para digerir una reflexión o pensar con tiempo un acontecimiento retratado ya sea por Catalina la versátil o Ricardito el eterno, constituyen el tono de una película que dura muchas horas, muchos años, quizás un siglo.
No he sido en su tiempo una seguidora contumaz de la obra de Dylan, aunque Desire fue un disco que en mi adolescencia escuché en vinilo hasta dejarlo inútil. El filme de Haynes varó mi espíritu en un puerto donde quiero estar en los días venideros, ahora que me encuentro ajustando pendientes importantes en mi vida. Por lo pronto, planifico leer con fruición el libro que me regaló Roque Casciero con todas las letras en español de Lou Reed (flamante esposo de Laurie Anderson) y espero detenerme hondamente en las páginas de un volumen de diseño sobre Barcelona, con una tapa plástica color naranja que te mueres, regalo de mi amado catalán irredimible Grau Serra Espriú.
Espero también poner al día mi lista de las cosas que odio, que esta semana sin duda alguna encabeza la palabra (¿palabra?) fashionista, al tiempo que programo terminar mi tercer libro de poesía (esta vez dedicado a los hombres que admiro y he amado) y hacer un compendio de perfiles en homenaje a las muchas personas que quiero y me quieren. Retornando a la susodicha, es imposible no sentirse impresionado por la sublime actuación de la Kate Blanchett, aunque por algunos instantes la mimesis exacta evoca un cierto aroma de sábados televisivos, esa galería de frikis que cantan, caminan o tosen como otros -cuando los otros son famosos-. Más me conmovió la actuación de Christian Bale, el galés que le hace perder el sueño a muchas de mis amigas, pero a quien jamás le había prestado atención alguna. Qué decir de Charlotte Gainzbourg, sobre todo como la esposa del finado Heath Ledger, que en la peli se ve saludable y gigante. Como sea, lo importante aquí es Todd Haynes, cosecha del 61 como Andrés Calamaro (que debió ser llamado para este filme, ¿a qué no?) y que recupera el tiempo recientemente pasado cargándolo de un futuro transformador, como un dardo que viajara al centro de la diana sin ningún obstáculo en su ruta ganadora.
Darle un sentido a la generación impávida, no es poca cosa. Después de todo, a Bob Dylan le ha llevado mucho tiempo volverse joven.

sábado, 24 de mayo de 2008

Bolaño triste

hay como un ruido de campanas
y una tormenta
el viejo escalofrío viene a tocar las sienes
es un hacha en el vientre bajo
la mirada que se abre hacia una multitud
me preguntaba si dormido en la escollera
como un vagabundo
fuiste desmesuradamente tierno
o apabullante
si cuando mojabas la punta del cigarro
te hacías marrón o sin sentido
todo esto es presagio
pero en la almohada hay muros
salitre
verano de medias caídas hasta los tobillos
redondeces
tendrás fiebre. punto. será así. dos puntos.
como viudos nos dejarás
y boquiabiertos

qué de qué

difícil entender lo que me pasa

es madrugada / me desboco

adentro el mundo se espanta en su sequía

había funerales había tumbas

he corrido a buscar los vientos de otras playas

remos de araucaria / muletas / paquebotes

descalza en una hierba inflamada por la bruma

esperé horas y horas que pasara un bajel

no queda un puerto en la ciudad

me dijo un niño

rostros sin nombre encienden petardos a las cuatro

hacia qué río va el estruendo

qué hace explotar el corazón y sube con las moscas

ahora caigo en la cuenta

uno dos tres

cuento caídas y me atropella un auto

en las deshoras el viento abriga a contraflujo

desmonta la armadura

gritando adónde exploras

qué empuja

qué sucede

no ha sido fértil el aliento que a diario te columpia

y sigo sin saber lo que quieres de mí

repta el deseo por las madrigueras


¿quién te enseñó a morir presa de un león sin dientes?

a menudo escucho los gemidos

y ya no sé si es mi sangre o es la tuya

nunca bebí tan sola

Enteridad

Con este mundo loco, es un decir.
las cosas que añoro...
Tu cabeza en mi falda.
Esos rulos casi blancos y la cicatriz en el pómulo derecho. Alguien pondrá su mano donde antes cabían mis pecados.
"Nunca podré enojarme contigo".
Palabras huecas en oídos sentimentales.

la vida se arrastra en una cotidianeidad de hierro.
construir un vocablo con la jota de jubón y de jarana.
Pensar en que escribo el nueve al revés.
¿Por qué nunca tiramos nada?.
Todo ha muerto entero.
La enteridad se parece a eternidad.
un amigo me habla de los mundos invisibles
tus dos cartas de la fecha
quedate tranquila que esto marcha.
¿Qué marcha y hacia dónde marcha, corazón?.
Hoy estuve llorando por los rincones. Hacía días que no lloraba por los rincones...
El olvido me tapa la boca, me ata las manos, me confunde el caminar...y deberé dejar de escuchar canciones tristes al menos por un tiempo

Lo que hay

lo que hay adentro de tus ojos es la piedad
aunque tu cuerpo esté dando patadas de borrico
y la cara se te vuelva marrón de tanto apretar la mandíbula
arde una tormenta en la palma de mi mano
la amistad es un fósforo
caza espasmos de piel
reza a estampitas fijas un germen la virtud
el lomo trajinado de una escéptica
se yergue con el brío de la nueva era
lo que hay adentro de tus brazos es inferior al lodo
de todos los posibles arrebatos
duele menos que la sombra
tu pasión

A veces

A veces tengo demasiados amigos. Demasiado corazón.
(- chica, ¿de qué te quejas?)
A veces siento que salto una cerca. Voy a un espacio donde la vida parece eterna.
(“Andrés Calamaro decidió ser inmortal a los 40”). A veces creo en las palabras. Las que escucho en las canciones. Las que él no volverá a pronunciar.
A veces tengo sueños: un par de zapatos comprados en San Francisco / un poema vociferado en las costuras de un alma rota.
Hay días totales. Totales de vacío. Totales de plenitud. Hay veces en que no tengo nada. Miro a mi alrededor y no hay palabras. No hay mamá. No conozco San Francisco. No escribo un poema.
- Chica, ¿por qué no te quejas?.
Hay noches abismales. Nada me alcanza. te quiero mucho aunque no te escriba tanto pregunta por qué defiendo tanto a Figo me llama desde una distancia que está lejos dice no te pongas trágica me pregunta quién soy yo.
Hay veces en que quisiera dar un grito como un aullido. ¿Fuiste tú el que nombró a Allen Ginsberg?.
Te regalo tanta música porque a veces no sé qué hacer con tanta música. Y la música es un regalo de la solidaridad. La canción del velorio es siempre es una canción distinta. Y siempre es una canción igual.
Yo no soy tu conciencia / pero soy la mía.
Poco es mucho para mí.
Río y caen los naipes
Ahora río. Cada vez que te veo, río.
Te equivocas tanto que me haces acordar a mí.

Campo minado mi corazón de niña




El perro se llama Chong. Lo sé porque tiene una placa de metal dorado pegada al cuello con su nombre. Lo único que hace el perro es subir y bajar por los elevadores del edificio. Cada tanto los ascensoristas pierden la paciencia y le gritan: - ¡Chong, deja de dar lata!. El perro es medio autista. Diríamos que su comunicación con el mundo, de uno a diez, alcanza un 2 bastante desparejo según quien sea la persona que intenta acariciarle el hocico. Yo lo llamo desde lejos. Cuando lo veo venir hacia la puerta del elevador, lo atosigo con invocaciones un tanto estruendosas. Los mecánicos enarcan las cejas. Y siguen trepados a un auto viejo que en el cristal tiene la leyenda “Metete” pintada con aerosol amarillo. Chong se deja acariciar y como único gesto de “ya estoy aquí, cálmate”, mueve una oreja. No puede mover la cola. Porque no tiene cola. Es un perro sin dueño. Así que no se sabe quién le cortó la cola. Me gusta el perro Chong. Me gusta que fije los ojos en el horizonte y haga como que el mundo a su alrededor no existe. Yo lo llamo “perro mirando al sudeste”. Aunque nunca sé dónde está el Norte. Por lo tanto, también desconozco dónde está el sudeste. Tal vez sea un perro-marciano, o la reencarnación del actor argentino Hugo Soto. Digo, este Chong. Venga de donde venga, es un can-looser. Si no subiera y bajara del elevador todos los santos días se pasaría las horas mirando los programas españoles de la prensa rosa. Comería sándwiches de pan con comino y palta y tomate y mayonesa light. En la pantalla, Ana Rosa Quintana le contaría la historia del ciego que se salvó de morir en el atentado a las Torres Gemelas gracias a los buenos oficios de su perro-guía. Y mientras los espectadores aplauden las cucardas otorgadas al dogo-héroe, Chong jugaría al solitario en la computadora. Si gano este partido, él me escribirá un correo para decirme te quiero. Mejor hago tres partidos por cada uno. El que gane más es el que más me quiere. Pero siempre tengo que dejar la cuarta posibilidad como alternativa. Porque en el juego de la vida siempre hay una partida fantasmal, una vía escondida que precisa buenos ojos para saber mirarla. Yo tenía unos anteojos rosados. Unos Versace falsos que me compré a dos dólares en una feria al aire libre. Una noche hice una fiesta en casa y un chico se emborrachó. Se calzó los lentes y desde entonces no veo la vida en rosa. La veo así como es: medio gris a veces, casi siempre opaca, como en esa película de Woody Allen en la que el tipo no distinguía más que siluetas borroneadas en un paisaje más nítido que el espejo del baño, cuando está nítido. No soy muy hacendosa, la verdad. Sólo cuando me quiero ver la cara, pero verme la cara bien, con todos sus recovecos, sus arrugas, sus zonas lisas, entonces agarro un trapo con alcohol o le paso al vidrio el secador de pelo después de darme una ducha. Y esta soy yo. Los ojos verdes, la nariz un poco normal, los labios demasiado finos para mi gusto aunque no tanto como esas personas que casi no tienen labios y que andan por la vida con un rictus ausente, como si no rieran nunca, como si no besaran jamás. Es linda mi cara. Sí, es un rostro manso, bien proporcionado. Lo mejor son los ojos. Ya me lo dijeron mil veces. O 999 porque no cuento nunca la opinión del tipo aquel que me decía: - ¡qué lindos ojos! Pero en realidad me miraba las tetas. Era un músico de jazz y ya se sabe que los músicos de jazz nunca dicen lo que piensan. Más bien improvisan. Salen del paso. O 998, porque no tendría que tomar en cuenta el vaticinio de aquella señora con peluca rubia. Yo era niña y ella me tomó el mentón. Me observó la cara desde la frente hasta la pera y concluyó en que “a esta nena sólo le va a hacer falta un poco de rimel cuando sea grande”. Mentira. Cuántas veces en la vida tuve rimel y hasta delineador, lápiz de labios y un arco iris de sombras para los párpados, pero sentí en falta tantas otras cosas que nunca tuve. Como un pantalón Levi´s. O una peluca rubia, por ejemplo. Me gustaría caminar por las calles de Niza con una peluca oscura, idéntica a la que lleva la protagonista de la película Amélie. Ese es todo mi sueño. Pero para ir a Niza tengo que juntar plata para el pasaje. Si estoy en Centroamérica, Europa queda lejos. Y si estuviera en Niza, mi sueño sería tener una peluca rubia que me hiciera parecer a Anita Ekberg y bañarme en la Fontana di Trevi y que viniera Marcello Mastroianni a pasarme la esponja por la espalda. Pero hay días en que no quisiera tener sueños de cine, la mercancía alimentada por el sistema-Warhol de supervivencia. O que no quisiera despertarme con cara de estrella del rock. “Te esperaré en Niza”. Si es posible morir con música de fondo, quisiera que sonara Coltrane en mi agonía. El saxo malévolo e inocente, como un candor de Bukowski en el basurero, la flor bella que sangra impávida en un fango irredimible. Eso es John para mí. La verdad de lo que nunca podrá ser siniestro porque está condenado a la belleza. Algo que padece la condena de lo perfecto está predestinado a la pulsión verosímil de la nada. Y es Coltrane. Y es el marlboro de las ocho de la noche. Domingo sustancial y mórbido, como una brisa que entra por la ventana y aspavienta las flores de la primavera por venir. Soy yo otra vez. Escribiéndote. A ritmo de un saxo enloquecido que llora y brama en una curtiembre aciaga. Es mi propia virtud existencial: un cigarrillo que echa sombras en el cenicero, la música de jazz que echa sombras en el aire de una soledad contenedora. Contener a veces es tener. Pero la arena puede filtrarse por los dedos y caer hacia un espejo roto. Lo dividido. A veces la vida es como acariciar lo áspero. ¿A veces la vida es como acariciar lo áspero? Exploraré mi propia ignorancia. Está decidido. Epa. Cuántas decisiones he tomado hoy. Una se contrapone a la otra y el abanico es inconmensurable. Yo voy adentro de la marea. Barco ebrio (bienvenido Rimbaud) que se atasca en un iceberg y vuelve a la orilla, al punto de partida, sin haber entendido nada. Digamos que hago un hato de dudas y de miedos. Lo entierro en una playa solitaria. Campo minado mi corazón de niña. Que se estrelle la red propiciatoria de verdades. No existe la verdad. No existe el absoluto. ¿Qué existe?

viernes, 23 de mayo de 2008

SUPERHEROES


Aun con su cara un tanto deformada por el botox y aunque esos ojos inconmensurables hayan dejado algo de su sorprendida inocencia en manos de los cirujanos plásticos, Robert Downey Junior merece todo lo bueno que le está pasando a nivel profesional.

Los supervivientes pertenecen a una aristocracia irredimible, son como superhéroes que poco a poco y dejándose la vida en ello nos marcan un caminito a seguir o a al menos un oasis donde refrescarnos cuando la sed arrecia. Nada tienen que enseñarnos esos palurdos que no han estado nunca en el infierno, que ni siquiera pelotas han tenido para suscribirse a un sistema de tiempo compartido que les permitiera de vez en cuando olfatear los densos aromas del lodo. En el bajo fondo hay alguna que otra verdad, como diamante fino y bruto escondido en la mierda, joya autentificada que te da derecho a mirar cara a cara a tus contemporáneos y a no hurgar en la bolsa para buscar alguna credencial que te admita en un ático de lujo. Los que trafican con las identidades ajenas, los que se sientan a calentar la silla de otros, los que se suben a las glorias logradas por el vecino para observar desde arriba a un mundo que desconocen desde abajo. Aquellos de quienes Luis Buñuel se escondía, es decir, todos los que nunca se han echado un polvo en público o no conocen el vómito desesperado de la mañana siguiente; los que piden trato preferencial porque han sufrido una tragedia, los que le echan la culpa al de al lado por todo lo que malo que les acontece; los que nunca soñaron con ser bailarinas de table dance o corredores de Fórmula Uno; los que nunca se imaginaron en American Idol o en el Iron Chef, por supuesto, en el primer puesto y con los 100 mil dólares disponibles en el cajero automático; los que contabilizan los tragos que bebe el compañero de fiesta; los que nunca han comido hasta el cólico, los que nunca han pasado tanta hambre como para añorar un plato de bróccoli hervido; los que nunca tuvieron los ganglios inflamados por el tabaco ni las manos sudorosas por las drogas químicas; los que nunca han experimentado la paranoia que te da el fumo ni la corteza sustancial de tu cuerpo todo cuando no hay marihuana ni coca ni vodka ni cerveza helada que puedan distraerte de ti mismo. Los que nunca escucharon a Frank Zappa, los que nunca pusieron 50 veces (seguidas) y a todo lo que da el tema “Peaches en regalia”, los que nunca se estremecieron con los primeros acordes de “Whole lotta love”, los que conciben un mundo sin la voz de Robert Plant, sin la guitarra de David Gilmour, un planeta sin Coltrane, sin Monk (Thelonious), los que no quieren confesar lo buena que está Ugly Betty en versión Salma Hayek.

Tú, Federico, que todo lo que hiciste fue emblemático, hasta esa última luna con Benigni disfruté (hay que amarte mucho para disfrutar a Benigni por tu culpa), qué triste estabas cuando en la tumba de la gloria, rodeados de estatuillas, de Oscar, de Giulietta y de llaves simbólicas de todas las ciudades del mundo, no encontrabas productor que quisiera “arriesgar” su cuenta bancaria en alguna película tuya. A veces, los superhéroes, como el Robertito de Iron Man, quieren pegar golpes al enemigo con la mano desnuda…es cuando nos damos cuenta de que siempre, siempre, van a ganar ellos, los enemigos.

Mientras tanto, Downey, qué bien que nos la estamos pasando, right?.

jueves, 22 de mayo de 2008

EL CAPITÁN TRUENO


Aunque en su adolescencia simpatizaba con el Manchester United, John Terry quiere ser al Chelsea lo que Paolo Maldini es al Milan. “Me gustaría terminar mi carrera aquí, no me quiero ir a ningún otro sitio”, dijo en varias oportunidades el capitán de la selección británica. Llegó a los blue cuando tenía 12 años y se ha mantenido leal al equipo que hoy comanda Avram Grant (que llegó al club en septiembre en reemplazo del desagradable José Mourinho, el portugués que lo llamaba “el mejor central del mundo”). Pertenece a la primera división de la entidad del ruso Roman Abramovich desde octubre de 1998, cuando el conjunto estaba a las órdenes de Gianluca Vialli. En los inicios de su carrera profesional tuvo que vérselas con la justicia de su país a causa de un “incidente” en un night club londinense. De ese episodio salió librado y más maduro, certero en una vocación de la que nunca ha dudado. Cuando Mourinho dijo que había un “complot” en su contra, por la expulsión de Asier del Horno a raíz de una falta sobre Leo Messi en las semifinales de la Champions, la prensa inglesa lo llamó “estúpido”. Cuando John Terry avaló las palabras del técnico lusitano, los periodistas británicos se callaron la boca.
Terry, nacido el 7 de diciembre de 1980 en Barking, es uno de los futbolistas más queridos de Inglaterra. De notable fuerza física, con 1.82 metros de altura y 75 kilogramos de peso, ha perfeccionado su técnica al punto de integrar durante dos años consecutivos, la lista del 11 ideal que confecciona el periódico L’Equipe.
Cuando nada funciona en el Chelsea, funciona John Terry; su juego aéreo, su capitanía irrefutable, sin dudas su arrolladora personalidad, son ingredientes insustituibles en la receta que ha llevado a los blue a ganar dos Premier League.
En la selección inglesa, Terry ha reemplazado primero al lesionado Rio Ferdinand y luego al inestable Sol Campbell, ganándose una titularidad que nadie discute, mucho menos los vecinos del condado de Essex que festejaron, con muchos litros de cerveza, el ingreso de John al seleccionado británico, en el 2003, frente a Serbia.
Con una cabeza nacida para rematar en forma implacable y para dominar como líder a su grupo, John da órdenes sin parar en el campo de juego, no importa si sus compañeros son mayores que él. Por ser tan inglés, la firma deportiva Umbro lo premió con el contrato de patrocinio más caro en la historia del fútbol británico. Tendrá tenis nuevos hasta 2012. Así que puede darse el derecho a tener un resbalón y de sufrir, como está sufriendo, el peor momento de su notable carrera futbolística.
(fotografía de Andrea Staccioli)

miércoles, 21 de mayo de 2008

Españolitos



Ya no puedes leer una crónica de tenis en un periódico español sin que los músculos inflados de Rafael Nadal se te cuelen por los entresijos de hasta una simple enunciación de resultados, incluso –no exagero- en partidos de tenis para damas. Va de suyo que el suizo Roger Federer tiene una presencia gris, irrebatiblemente opaca; que incluso su estilo, por demoledor y no por escasez de clase, puede contribuir al enorme déficit de atención que padecemos los ciudadanos globales. Entiendo por otra parte la noble pasión que provoca el hecho fortuito de que un connacional brille en el ancho firmamento del deporte de primer nivel. He sido de aquellos niños madrugadores cuando el Lole Reuteman disputaba alguna carrera en el otro lado del mundo. Aunque el piloto argentino nunca alcanzó el número uno del podio, su segundo lugar en la F1 nos permitía soñar por entonces con la reencarnación misma del maestro Juan Manuel Fangio en el rostro monótono del que luego fuera gobernador de Santa Fe. Mi padre, un hombre emocionado siempre por las hazañas ajenas, no dormía con tal de seguir con los ojos y oídos bien abiertos (en una modesta y siempre interferida televisión por blanco y negro) las instancias previas, actuales y postreras de un combate protagonizado por Juan Carlos Monzón, el sí un gran número uno de boxeo albiceleste. Comprendo todavía más ese chauvinismo fervoroso como un sorbo de cerveza helada en medio del desierto, porque lo padezco a menudo, radicada como estoy en una tierra tan lejana y distinta a la que me vio nacer hace unos cuantos años. Puesta a afilar el diente e hincarlo en patrias extranjeras, no pierdo muchas veces la oportunidad de basar en su escasez de miras territoriales la falta de lealtad y de moral de los chilenos o la ignorancia pastosa de los gringos que así, en concepto plano y totalizador: “los gringos”, son por mí detestados con una furia incontenible y ciega. Los cubanos son siempre maravillosos si se quedan en La Habana y para apuñaladores de espaldas y sonrisitas por el frontis, nada como los mexican people. Esas parodias de xenofobia de utilería que no me enorgullecen, no van más allá de las exageraciones propias entre amigos que me saben incapaz de obrar en contra de prójimo alguno y mucho menos de propiciar teorías reduccionistas salidas de la zona selvática del cerebro sin filtro, esa corteza inútil como hernia o dedo pequeño del pie, resabio de edades cavernícolas, memoria de vidas pasadas…por otros.
Da mucha grima encontrar esos ramalazos de sinrazón en las crónicas periodísticas, trazos gruesos que pretenden dar inicio a la historia de la Fórmula Uno en la fecha de nacimiento del asturiano Fernando Alonso y que sí, será el mejor piloto del mundo, pero no este año, que pertenece todo al formidable Kimi Raikkonen y al hermoso, magnífico, irrebatible Ferrari 2008.
La arrogancia y patanería de Jorge Lorenzo no deberían ser reforzadas por los que escriben de motociclismo en España. Mucho menos cuando hemos tenido la fortuna de ser contemporáneos del artista inigualable de las dos ruedas, el italiano Valentino Rossi.
Yo sé que José María Aznar puede dejar mal a cualquier país, con la autoestima por el piso y los valores morales olvidados entre las sombras de un Francisco Franco que aparece todas las mañanas en Espejo Público, con la “labios de colágeno y voz de vampiresa” Susana Grisso en vano intento por frenar los resentidos e inverosímiles (por lo toscos y mal pronunciados) ajustes de cuentas de Maciel. Sé también que no todos los españoles son como los que asesinaron al gran Federico García Lorca. Pero, ¡ay!, esos videos “caseros” en el Metro, con esos guardianes de la playa castiza torturando a todo latinoamericano que ose contaminar su punto de mira. Y esas vocecitas de ultratumba en pos de la raza pura que se dejan escuchar sin rostro detectable en un supermercado chino…es increíble que entre muchos españoles el chino haya pasado a ser un insulto. Como si dentro de una realidad ¿imposible?, cualquiera pudiera gritarle a alguien ¡español!, y herir de muerte moral al agredido. Y aunque todo Eurovisión sea de un patetismo absoluto, prueba irrefutable, impactante (con lo que odio la palabra impactante) de cómo están las cosas a nivel cultural y/o musical en la vetusta Europa, cómo podrían haberse ahorrado, españolitos queridos, los insoportables estribillos de Rodolfo Chiquilicuatre y esa cara de yo no fui de vuestra vicepresidenta, resulta que ahora la primera defensora de los derechos humanos de los inmigrantes. Fácil, demasiado fácil, pegarle a Berlusconi. Hay que ser más creativos…¿no creen?

martes, 20 de mayo de 2008

Gracias, Emilito Azcárraga


Gracias, Emilito

A menudo, mi hermana y yo representamos un chiste frente a nuestro propio espejo. Con los dedos en v espetamos a dúo aquello de “por un mundo sin niños”. Singles como estamos y ausentes de ese sentimiento maternal que debería colmarnos de ansiedad (a mí más que a ella, supongo, por eso de que se me están terminando los años fértiles y Meli es todavía una jovenzuela en edad de merecer), solemos ostentar poca paciencia frente a esos pigmeos que te cortan el paso en la vía pública o que en un espacio donde debiera reinar el silencio más pulcro espetan sus desgarrados lamentos hacia el reino de Abisinia.
No hay nada, sin embargo, que nos moleste más en relación con la infancia que el uso que se hace de este discurso imbatible para presentarte ante el mundo, sobre todo mediático, como un héroe sin fisuras ni pasado.
Las cosas han llegado a un punto en que cualquier asesino serial puede escudarse tras las flameantes banderas de los imberbes y defender desde allí su presunta inocencia, clamar desde el promontorio celeste y rosa una redención generosa que reconstituya, esto es lo más importante, sus cuentas bancarias y sus líneas de crédito.
En el mundo del periodismo y las artes gráficas, no es muy bien visto aquel fotógrafo que dedica a impresionar con postales de infantes en tierras exóticas. Es lo más fácil, al fin y al cabo: ¿cómo haces para que un niño salga feo? ¿Cómo logras que el objeto fotografiado no se lleve todas las atenciones por encima de una presunta pericia en el gatilleo de la cámara?
Inducir a la lástima, la compasión o la ternura, resultan manipulaciones harto gastadas. Digamos incluso que como línea de debate ya está demasiado transitada y hasta resulta aburrido repetir paradigmas sustanciales pero añejos. Después de todo, qué bueno es poder doblegar la fiebre analítica ante la aparición de nuevos códigos o referentes.
Sin embargo, en un estado de las cosas que remite a la condición de cangrejo y que ha comenzado a dar pasos agigantados…hacia atrás (hasta la jornada laboral de ocho horas por las que supieron morir tantos luchadores sociales constituye para muchos hoy un snobismo), todo verdor perece y la resequedad (ayer leí por primera vez esa palabra y me encantó) nos empapa la garganta con un flujo que nos permite sólo carraspear ante el patetismo que reina entre los “líderes de opinión”.
Son pocas las cosas ya con las que uno se espanta, pero atenuar malestares ante los gestos impropios, es casi lo mismo que perecer de muerte contra natura. Las derrotas se agolpan en nuestro historial como fichas de dominó empujadas por las manos del Diablo, pero cuando uno cae debe sufrir, llorar, entristecerse y, si no hay más remedio, victimizarse ante el destino cruel que nos embiste; hasta se permite entregar, junto con las llaves del closet y los recuerdos de una juventud primorosa, la dignidad y las pudendas partes. Si algo aprendimos con Cheney y Condoleezza (nombre significativo para la mujer menos compasiva del planeta) es que si de algo carece el derrotado es de derechos (Ah, es que el convenio de Ginebra era para hacerse un martini…mezclado, no batido).
Sí, sí, sí, prisioneros de guerra somos y nuestros coquetos overoles naranjas nos han hecho detectables en el desierto; ni Misia Magdalena vendrá a poner miel a nuestros agujeros negros…ya ni las putas nos son fieles…mucho menos las putas con lo que cuestan las cremas y las liposucciones. Pero si no hay derecho alguno, ¿permitirnos un poquito de buen gusto es también pecado mortal en el nuevo cielo que nos cobija? ¿Un yogurcito desabrido que contenga un poco el desenfrenado correteo de nuestras úlceras? ¿Tecito de miel y jengibre para la tos convulsa?
La solidaridad colombiana que te permite cantar con Mercedes Sosa una canción de Silvio Rodríguez. Las caderas bamboleantes y ese rostro perfecto (es hermosa la cabrona) que te ayuda a lucirte al lado de un grupo musical de extensa trayectoria como Soda Stereo. A ti, que se te pasó el cuarto de hora y la hora misma, que resurges con una chica de humo apagado; o tú, que antes era el adalid de las batallas por un continente unido y ahora dices: Emilito y yo estamos en el mismo barco.
Gracias, Emilio, dicen los muchachos artistas latinoamericanos. Desde sus fastuosas mansiones en Miami. Ignorando la justicia de los tribunales que los conminan a declarar por juicios abiertos de sus trabajadores, pero negándose a cantar para “la dictadura” de Chávez en Venezuela. Ellos, tan artistas, tan alfabetizadores, tan defensores del alto vuelo musical, todo sea por los niños, mi querida Melina.
Gracias, Emilito. Gracias, porque en México cinco millones 700 mil personas mayores de 15 años no pueden leer y escribir y Televisa nada tiene que ver con eso.
A vomitar, mi amor, vamos a vomitar, mi amor…