jueves, 30 de septiembre de 2010

WALLANDER


Los fanáticos mexicanos del hombre común proveniente de Ystad, una pequeña ciudad sueca con un gran puerto, con barcos que van y vienen de Polonia y Bornholm, están de parabienes desde que el canal 22 ha comenzado a transmitir la serie Wallander, protagonizada por el actor, productor y director irlandés Kenneth Branagh (Belfast, 1960).

Producidas por la BBC en escenarios naturales, las dos temporadas del programa que ha vuelto a mostrar la notable versatilidad del ex marido de Emma Thompson para calzarse como si fueran hechos a la medida los trajes de sus personajes, ofrecen a un Wallander vencido por la depresión que le causa su reciente divorcio (su mujer lo ha dejado por un hombre más joven), el deterioro mental de su complicado padre (interpretado magistralmente por el mítico David Warner) y las tendencias suicidas de su hija Linda, que también se ha hecho policía.

Branagh (el director de la esperada Thor, con Natalie Portman y Anthony Hopkins) se sacude en esta serie -por la que ha ganado el Bafta al mejor actor- la etiqueta de intérprete shakespeariano que le ha colgado la crítica desde su preciosa Mucho ruido y pocas nueces y desde el rotundo Hamlet que dirigiera y protagonizara en 1996.

Diríamos que en Wallander, el irlandés se ha “mankellnizado”, tan preciso que está en su rol de detective.

Tan entusiasmada está la directiva del Canal 22 con la serie, que puso todos sus esfuerzos para convencer a Mankell de que visitara Zacatecas entre el 15 y el 18 de julio cuando se llevó a cabo el Festival Hay de Literatura. No pudo ser. Los lectores del sueco saben que el escritor es, al fin y al cabo, como su álter ego Wallander: un tipo incapaz de socializar y al que las multitudes o la atención extrema lo desestabilizan sin más.

Quién es Wallander

Al detective Kurt Wallander le sale todo tan mal, que más bien podría decirse que el personaje fascinante salido de la pluma no menos hechicera de Mankell es un anti-detective. Un tipo gordo, diabético, falto de bohemia y de mística, cultiva eso sí un costado filosófico que lo acerca al entrañable alcohólico Philip Marlowe, creación imprescindible del estadounidense Raymond Chandler.

Hay que decirlo: Wallander no es tan inteligente como Sherlock Holmes y ni por las tapas se prodiga en excesos gastronómicos como el comisario Montalbano, aquel italiano entrañable del súper vendedor Andrea Camilleri (basta ver el refrigerador vacío del sueco para entender por qué los placeres terrenales le son tan esquivos).

Sin embargo, es en esta carencia de virtudes heroicas en donde reside la popularidad mundial de un investigador privado hundido en la melancolía y atravesado por la falta de éxito social. Un club de fans en inglés, varias películas y series, además de la popularidad mundial de las ocho novelas que han hecho rico y famoso a Mankell y que en nuestro país publica y distribuye la editorial Tusquets, dan cuenta de la trascendencia de un personaje que también en México ha derramado su magia.

Al decir de la escritora Ana García Bergua, la gran virtud de Wallander es el propio Wallander, “ese policía diabético, achacoso, que ve desmoronarse la tradición socialdemócrata sueca ante una ola de violencia y una corrupción que nunca se han visto por esos lares o por lo menos no tanto, antes del asesinato de Olof Palmer. Mankell plantea un punto de vista muy diferente del que podríamos tener en Latinoamérica o en Estados Unidos sobre el crimen. Wallander podría ser un cuate nuestro…”.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Un mapa de sangre

Un mapa de sangre

Al calor del narcotráfico y la violencia desenfrenada de los últimos años en su país, han aparecido varios libros de ficción que reflejan, al menos, la preocupación de los escritores mexicanos por dar cuenta del tema que tiene su epicentro en Ciudad Juárez, con su tasa criminal exorbitante y su ya declarado feminicidio. Desde 2666 de Roberto Bolaño en adelante, algunos se preguntan si están frente a un nuevo fenómeno llamado “narcoliteratura”. Mientras tanto, otros lo niegan, aunque no dejan de escribir sobre el tema. A continuación, un mapa de las más recientes novelas y autores que de una forma o de otra se han colocado en el ojo de la tormenta.



Por Monica Maristain

En diciembre de 2002, Arturo Pérez-Reverte presentó en la Feria del Libro de Guadalajara La Reina del Sur, una novela que narra la vida de una narcotraficante de Culiacán, Sinaloa, y que estaría inspirada en las peripecias de la Reina del Pacífico, considerada una líder histórica en el contrabando de cocaína de Sudamérica a México. El autor niega más o menos rotundamente (como es muy su estilo) que Teresa Mendoza, su personaje, le deba algo a la real y ahora encarcelada Andrea Avila, aunque admitió en aquella ocasión haberse valido de los buenos oficios del escritor mexicano Elmer Mendoza para conocer los intrincados vericuetos de la “cultura del narco”, un sistema que se inicia con los narcocorridos de Los Tigres del Norte y que tiene su punto climático en ciertas novelas, como las del propio Elmer, por caso su celebrada Balas de plata.

La amistad entre Pérez-Reverte y Mendoza ha generado un chiste entre bambalinas de la intelectualidad mexicana tendiente a hablar de La Reina del Sur como de “esa linda novela que escribió Elmer”. La ironía es reflejo, en todo caso, de una extrañeza que causa la historia del narco mexicano narrada desde afuera, algo singular, aunque en un país acostumbrado a ser mejor narrado por los extranjeros que por sus naturales (ejemplos: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry; Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño). Por lo pronto, la chanza no hace más que pronunciar en secreto una verdad intuida: lo que está pasando con el tema del narcotráfico mexicano no puede ser contado desde una frontera lejana. Al menos no puede ser contado sin el riesgo de tornarse así un folklore for export, tan for export como las bolsitas con la cara pintada de Frida Kahlo o los muñecos de resina con la estampa de un mexicano durmiendo la siesta eterna en la vereda pública.
Elmer Mendoza, autor de varios libros, entre ellos Balas de plata, que lo volvieron una autoridad, referencia y consulta en el tema.

Fue Pérez-Reverte quien en la conferencia de prensa realizada para hablar de La Reina del Sur hizo referencia a cierta ética y códigos morales que caracterizaban el negocio del narcotráfico. “No estoy a favor del crimen organizado, por supuesto, pero he de decir que conceptos como los de la lealtad y de no matar a inocentes deberían ser más respetados en lo que se llama la sociedad normal y que sí veo entre los narcos”, señaló.

Pérez-Reverte dijo eso y luego se llevó a Los Tigres del Norte de gira por toda España, en donde les brindó su amor públicamente y hasta cantó un corrido con ellos. “Camelia la tejana”, un narcocorrido de Los Tigres del Norte, fue el punto de partida para La Reina del Sur, así que había que devolver gentilezas.

Claro que en 2002 todavía no había comenzado lo que hoy se conoce como “La guerra del narco”, que ha sido la manera elegida por el actual gobierno de la derecha mexicana, encabezado por el presidente Felipe Calderón, para plantarle cara al negocio de la droga en tierra azteca. Cuestionada por propios y extraños, la guerra oficialista ha generado una espiral de violencia cruenta y ciega que ha dejado, desde 2006 hasta la fecha, unos 30 mil muertos y unos 5 mil desaparecidos. La cifra es índice de una pequeña guerra civil que tiene como escenario principal el norte del país, con Ciudad Juárez como símbolo de un infierno que parece no tener fin.

Los códigos morales a que hacía referencia Arturo Pérez-Reverte y cierto aire festivo que ofrecen los narcocorridos populares al describir el trasiego de cocaína y toda la red de relaciones que se generan a su alrededor, parecen hoy haber quedado en parodia de una crueldad feroz que ha puesto en vilo al sistema de gobierno mexicano.

Frente a los hechos, el folklore literario y musical del narco parece haber enmudecido. Tanto es así que la tan mentada versión cinematográfica de La Reina del Sur ha sido cancelada sin retorno por su director y productores “a raíz de la violencia que se vive en México”.

VOY A PERDER LA CABEZA

¿Cómo ha ido respondiendo la literatura a la escalada de violencia que crece sin cesar en México? Si Balas de plata, la novela con la que Elmer Mendoza obtuvo el premio Tusquets en 2007, elegía el policial y un detective a lo Wallander para narrar una intriga sinaloense donde la corrupción, la venganza y la tragedia destacaban al tráfico de armas como la peste bubónica que asola las tierras de nuestro descontento, Fiesta en la madriguera, la reciente y primera novela del mexicano radicado en Barcelona Juan Pablo Villalobos, se anota en la otra punta del género para contar una historia de extrañeza en la voz de un niño enredado trágicamente en un sistema sangriento.

Entre ambos libros, el de Elmer Mendoza y el de Juan Pablo Villalobos, hay mucha tela literaria que cortar. En esa trama roja, cada vez hay menos espacio para intentar la construcción de una épica alrededor de los crímenes del narcotráfico, y la violencia en alza plantea cada vez más dilemas morales. Un rasgo fuerte del dilema lo marcó El hombre sin cabeza, de Sergio González Rodríguez, un tratado de la violencia contemporánea que une mediante un hilo narrativo tenebroso las decapitaciones de los sicarios mexicanos con las que realizan los talibán y que luego difunden por Internet.

Sergio González Rodríguez, nacido en 1950, cobró fama internacional con Huesos en el desierto, el registro de las mujeres asesinadas en Juárez y que dio origen al término “feminicidio” en un país que no ha alcanzado todavía a dar respuesta a los familiares de las víctimas. Ya suman más de 500 las mujeres muertas, con 142 asesinadas sólo en 2010 y la policía no ha detenido a nadie por estos hechos. El tema de los descabezados lo retomó Daniel Sada (Mexicali, 1953) en su reciente libro de cuentos Ese modo que colma. La narración que da título al libro describe, precisamente, una historia en la que aparecen cuatro cráneos en una hielera, un hecho real que dio rienda suelta a la imaginación del autor norteño.

Obviamente es posible empezar a preguntarse si los libros aparecidos en el último quinquenio en México alcanzan para definir un corpus que pueda definirse como el nacimiento de un nuevo género literario al que podríamos llamar “narcoliteratura” o “narconovela”. En diálogo con Radar, Juan Villoro (él mismo ha usado el narcotráfico como tema de fondo en su novela El testigo) considera que “más que una narconovela, lo que existe es interés por el tema. No puede ser de otro modo, con cerca de 30 mil muertos en cuatro años”. Para él, hay dos ejes fundamentales en los libros que tratan el tema del narco: “El retrato de la violencia y la necesidad de trascenderla a través de la ironía, el placer y la imaginación”.
Sergio Gonzalez Rodriguez tratO en El hombre sin cabeza, las decapitaciones de los sicarios mexicanos.

Elmer Mendoza es más entusiasta y optimista. “La literatura de violencia es cada vez más propositiva. No es sólo un recuento épico de la depredación humana; se sustenta en una estética que se va definiendo en base a una voluntad de estilo y un territorio lingüístico concreto. Si logramos crear obras maestras, será un género literario”.

Daniel Sada dice que “se está produciendo cierta obra relacionada con el narco, pero para mí es un petardo que no creo que dure mucho. En todo esto se dirime la calidad, habrá buena literatura y mala. Antes del narco se hablaba mucho de la frontera, de los migrantes, pero no existe ninguna gran novela sobre ese tema”, dice. “Para que se funde un género, hace falta una obra muy contundente y esa obra no ha aparecido todavía. De todas las que salieron, la que más me gusta es Al otro lado, de Heriberto Yépez”, agrega.

Según Villoro, “a diferencia del periodismo, que ha cedido el protagonismo a los autores de los crímenes, la novela ha buscado el relato de las víctimas, los actores secundarios, los daños colaterales (así es como, a fin de cuentas, se nos puede decir a la mayoría de los mexicanos)”.

Juan Pablo Villalobos es una rara avis en el género e incluso en el mundo literario mexicano. Fiesta en la madriguera ha irrumpido con sugestiva fuerza entre los lectores, inaugurando un lenguaje aséptico que describe irónica y desapasionadamente la rutina del crimen organizado, echando mano de la voz de un niño-testigo que al principio parece no entender nada, pero luego lo entiende todo. “Al final, el acercamiento al tema del narcotráfico me interesaba poco en cuanto a reflejo de una realidad social y en cuanto a construir la historia de un narcotraficante en particular. Mientras yo escribía la novela, iba leyendo las noticias de México. Empecé cuando comenzaba el boom de la violencia más bestial, cuando aparecieron pedazos de cuerpo y cabezas por todos lados, pero lo que yo hacía como método de escritura era mirar a la mañana tres o cuatro periódicos de México por Internet, aunque sólo miraba la primera plana, no entraba en la noticia. Entonces, en la novela hay un poco de esto, pero sin llegar a relatar puntillosamente un hecho que realmente haya sucedido”, cuenta Villalobos a Radar.
Juan Villoro, que en su novela El testigo tiene el negocio de la droga como telon de fondo.

CORAZON DE KALASHNIKOV

Alejandro Páez, nacido en Ciudad Juárez en 1968, escribió Corazón de Kalashnikov (Planeta, 2009) entrelazando la vida de tres mujeres juarenses signadas por la violencia y echando mano de un lenguaje literario de alto vuelo, para narrar ficcionalmente lo que su oficio de periodista no le permitía contar. Para el autor no existe el concepto de “narcoliteratura”.

“Respeto a quienes lo usan o lo aceptan, pero no creo en él. Me parece que la literatura es una sola e indivisible. Por lo regular escribimos de lo que conocemos, de lo que sabemos. La literatura no viene de la nada. En mi caso, provengo de una ciudad que ha convivido ya un siglo con traficantes de heroína, candelilla, licor, cigarros. Viví entre narcos, fueron mis vecinos. Mi generación quedó destruida por contacto directo o como víctima colateral. Entonces, en cierto momento, cuando me di el tiempo y me senté a escribir ficción, no pude sino recurrir a las figuras que me eran comunes. Corazón de Kalashnikov recurre a narcos, sí, pero también a mujeres: Ciudad Juárez es una comunidad en la que las mujeres juegan un papel central. La fuerza laboral de esa frontera fue de 400 mil durante el boom maquilador, en la década de 1990. Los hombres fueron reducidos a papel secundario y eso generó un drama que no viene al caso contar aquí, pero que se expresó en maltrato y, en algunos casos, en homicidios. El narcotráfico tiene una presencia tan brutal en México que por supuesto ha marcado muchas formas del arte, entre ellas la literatura”, asegura.

Más allá de negar que exista una “narcoliteratura”, ¿cree que el tema del narco es insoslayable en la literatura mexicana?

–Si este sexenio terminará con cerca de 60 mil muertes, uno de nosotros tendrá que contarlo, seguramente. Cito a Julio Cortázar. Está el narco porque debe estar. Este trauma trastrocará la plástica, la historia, los libros de texto. Los que escribimos o nos expresamos somos por lo regular hojas limpias y sensibles sobre las cuales cada circunstancia deja una huella.

Antes de publicarla, ¿sabía que su primera novela debía tocar el tema de la violencia, de su ciudad natal?

–Una amiga periodista descubrió estos textos. Me preguntó: “¿Qué escribes, Alejandro? ¿Tienes ficción?”. Fue entonces que descubrí que sí escribía ficción y que tenía una novela terminada. “Sí”, le respondí. Ella, mi madrina, me llevó ante mis editores y no para planear una novela sino para buscar la oportunidad de publicar algo que casi se escribió solo antes.

Es decir, además del peso autobiográfico, ¿sintió la necesidad moral de que su primera novela transitara el territorio de Ciudad Juárez?

–No. Esos ambientes, esos personajes, esas mujeres y esos hombres estaban dentro de mí. No pude evitarlos. Como periodista, como estoy informado de manera natural de lo que allí sucede, sí podría hablar de un compromiso. Pero no como escritor.

Sus personajes sobreviven en medio de la violencia y a usted le gusta decir que en realidad todas sus historias son historias de amor.

–Creo en el amor. En su fuerza destructora, que no tiene nada que ver con violencia. A todo amor le corresponde un desamor. Debemos recordar que en Ciudad Juárez, en donde van 7 mil ejecutados violentamente por el narco en sólo tres años y medio, la gente sigue enamorándose, guiando a sus hijos, llevándolos a la escuela. Sigue amando. Por eso digo que escribo de amor, aunque haya balas y sangre en mis textos. En mi caso, me parece que sin pensar en el género deberé escribir sobre Juárez porque no tengo remedio: soy juarense, mis padres son de Chihuahua, como mis abuelos y mis bisabuelos. Tengo pocos cántaros a los cuales recurrir, y éste no se ha secado todavía.

Según Roberto Bolaño, “el infierno es como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos”. ¿Qué es para usted Ciudad Juárez?
Alejandro Paez, nacido en Ciudad Juarez y autor de Corazon de Kalashnikov.

–Hace poco, y cito a Charles Bowden, pensaba que Ciudad Juárez era el laboratorio de nuestro futuro como sociedad latinoamericana. Pero el futuro nos alcanzó pronto. Juárez es el presente. Cali está en llamas. Todo Venezuela está en llamas. Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León: México está en llamas porque el modelo económico que seleccionamos, y que hizo mierda a Ciudad Juárez, falló; y los jóvenes no tienen otra opción que lanzarse al mundo del narcotráfico. Les fallamos y ahora nos disparan. No los educamos, no les dimos salarios dignos, empleos, salud. Ahora tomaron su camino y fue el peor. Eso ha pasado durante generaciones en Ciudad Juárez. Ahora nos explota en la cara. Nos dice con toda brutalidad que somos una sociedad fallida, que no distribuimos las oportunidades y que ahora hemos enfermado todos, en conjunto. Si seguimos tratando de acabar a punta de balas y prohibiciones este fenómeno, estamos condenados al fracaso. Debemos pensar que los drogadictos son nuestro error; su enfermedad es nuestra culpa. Debemos pensar que el sicariato se alimenta de nuestra falta de fuerza para exigir un justo reparto de la riqueza. Debemos pensar que la violencia es el resultado de gobiernos corruptos y sociedades corrompidas que vivieron del crimen organizado. Ahora, el crimen está más organizado que la sociedad, y nos desangra.

Las mujeres de Juárez son las protagonistas de su novela. En la realidad, ¿son una lucha perdida?

–Mi madre tiene cinco albergues de huérfanos en Ciudad Juárez. A sus 74 años, ella sigue rescatando niños, sin ayuda del Estado, de picaderos, de familias de drogadictos, de las esquinas. Esas son las mujeres de Ciudad Juárez: son su fuerza. La lucha la perdimos todos, menos ellas. Ellas son las que mantienen el alma de esa comunidad. Y, hasta la fecha, son las de los empleos modestos y legales: las que van, entre balazos, a las maquiladoras; las que atienden los restaurantes, las tiendas, los comercios, a pesar de que los extorsionadores casi acabaron con todo negocio legal en Juárez. Ellas son la única lucha que hemos ganado como sociedad. Y son, claro, las más vulnerables. Una pinche sociedad de machos ha querido aplastarlas, pero por fortuna siguen de pie. El futuro, si lo pensamos con esperanza, se fincará en ellas.

¿Qué opina de los innumerables libros que han salido sobre Juárez?

–Les deseo suerte. Espero que se vendan si tienen calidad, como el de Bolaño, y que queden en el olvido si son una mierda.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

LOS PERIODISTAS SON PEORES QUE ANTES


Dice Arturo Pérez Reverte que "los periodistas somos peores que antes". Algún malediciente que nunca falta apuntará que lo dirá por él. Al fin y al cabo, el afamado autor de "La carta esférica", "La reina del Sur" y "Las aventuras del capitán Alatriste", entre otros, no goza, como se sabe, de gran respeto entre sus colegas de profesión. Aun cuando las declaraciones del autor español siempre están teñidas de esa pátina de cinismo y pedantería al que es tan afecto, no es difícil coincidir con él cuando se analiza el pobre lenguaje del que hacen gala los nuevos comunicadores (sin decir, desde ya, para no insistir en las obsesiones de siempre, que cuando un periodista se llama a sí mismo comunicador, está chingado). Dice la locutora que lee los titulares en ese canal de la derecha gusana que pulula en el cable, a la altura del 635 (para los que tienen SKY): "El Golpe de Estado de Chile en 1937". Y lo leyó así: muy clarito. Y pasó, nadie dijo nada, nadie aclaró el punto. Claro, es probable que el error obedezca a alguna pulsión disléxica más que a una ignoracia supina acerca de los hechos históricos recientes en la patria de Salvador Allende y de Pablo Neruda. Lo que no es tan claro es el efecto que en las nuevas generaciones, más aficionadas a los videojuegos que a los libros de historia, puede producir la confusión de fechas referida. Imaginarse aquello de "el Golpe fue en 1937: lo escuché en la tele" no es precisamente contar con una frondosa tendencia a la fantasía.
Dice el periodista del noticiero de Canal 11: "Un grupo de empresarios decidieron...". Y ya te arruinó la mañana o al menos la noticia en cuestión. Tú escuchas atento una noticia hasta que truena algo. Es como en esas cenas familiares cargadas de tensión y silencio espeso, hasta que alguien, un duende o un tío con Parkinson, hace sonar a destiempo un tenedor sobre el plato.
En el programa "El gordo y la flaca", una dizque periodista menciona la palabra "antisonantes" para referirse a un músico famoso que se había peleado con otro famoso como él. Y no escuchas la noticia...te queda la palabra sonando en el cerebro: antisonantes, antisonantes, antisonantes...dice que es antisonante, pero suena, suena, suena...

martes, 14 de septiembre de 2010

CUANDO PERDER ES GANAR


El gran rugbier argentino Hugo Porta suele contar que en sus inicios deportivos era un buen tenista, tanto como para pensar dedicarse de lleno a ese deporte. Sin embargo, las serias transformaciones de carácter que comenzaba a notar en sí mismo, lo hicieron pronto desistir. "Mis padres no me soportaban. Cualquier partido que perdía, fuera de torneo o de práctica, era un drama terrible cuyo efecto me duraba días". Pensaba Porta y pensó bien que un juego de equipo le iba a quitar mañas y atenuar neurosis y que le iba a ofrecer, además, la hermosa posibilidad de compartir la experiencia competitiva, eso de equilibrar méritos y responsabilidades. Fue así como el deporte de alto rendimiento perdió en Argentina un tenista, pero ganó un excelente rugbier, capitán durante muchos años de los legendarios Pumas.
En la final del US OPEN 2010, las primeras palabras que pronunció Rafael Nadal al ganar su cuarto Grand Slam del año fueron para su contrincante, el serbio Novak Djokovic. "Es rara una actitud como la tuya en alguien que acaba de perder un partido de tanta importancia. Y una actitud así es de agradecer y de felicitar", fue más o menos lo que dijo el enorme tenista de Manacor. Se refería Rafa no a la cara de velorio con que "Nole" comenzó aceptando su derrota, sino a la inmediata actitud posterior que el tenista balcánico adoptó en la emotiva ceremonia de premiación. El rostro alegre, sereno, la generosa felicitación al victorioso y esa personalidad extrovertida a que Djokovic nos tiene acostumbrados en el máximo circuito internacional, fueron la manifestación de un triunfador nato: aquel que sabe perder.
Es cierto, como dice Porta, que el deporte individual tiende a deformar los caracteres de sus practicantes, volviéndolos hijos únicos en un sistema donde poco se penan o condenan las conductas mezquinas, autistas, de poco compañerismo. Por eso, cuando aparecen esos gigantes que tanto adentro como afuera de la cancha saben estar a las alturas de las circunstancias, uno no puede menos que festejarlo.
No cualquiera puede ser segundo. Está visto.

domingo, 12 de septiembre de 2010

NENE DE ANTES




MUSICA › A LOS 62 AÑOS, ROBERT PLANT RETOMA EL ESPIRITU DE SUS 17 CON BAND OF JOY
“Hoy como ayer, sólo quiero cantar”



Por Mónica Maristain

Los 62 años y las arrugas en el rostro que ostenta el ex líder de Led Zeppelin son el testimonio de su status de estrella de rock global desde tiempos remotos, sobre todo aquellos en que no existían las estrellas globales. Y en este volver a los 17 privado, con un disco solista cuyo lanzamiento mundial está previsto para el próximo 14 de septiembre, Robert Plant se toma un tiempo para reflexionar sobre sí mismo y sobre su modo de entender la música que lleva más de cuarenta años haciendo. “Todavía me impresionan las sorpresas que brinda la música. No tiene sentido que los músicos viejos como yo digan que ya no es como antes, porque sí, es como antes. Simplemente, tenés que encontrarlo. Este disco de alguna manera busca invocar la emoción de mis 17 años. Al fin de cuentas, es como era ayer: ¡sólo quiero cantar!”, dice.

Y no se trata de nostalgia de abuelo. Se trata de su relativismo nietzscheano de siempre, de esa especie de desapego por las hipérboles que un negocio al que suele despreciar insiste en sembrar y hacer germinar a su lado. No hay encuesta sobre las mejores voces de la historia del rock que no lo tengan en los primeros puestos. La última fue la realizada el año pasado por la radio online Planet Rock, en la que volvió a reinar por encima de voces con estilos absolutamente diferentes. Entre los primeros 40 de esa tabla, el más joven es Chris Cornell, acaso uno de sus deudores directos. Y en esa tabla no aparece Eddie Vedder, el líder de Pearl Jam, un claro espejo (aunque no prístino) de ese modo de cantar a lo Plant. Pero él no se detiene en eso, prefiere pensar en que mañana es mejor. “Quería imprimirles mi personalidad a canciones de otros autores y abrirlas a mi estilo. Tengo una manera particular de cantar y debía enfrentar estas canciones de la única manera que conozco, cantándolas con el estilo Plant”, dice a propósito de Band of Joy, su primer solista en cinco años. También será el primero después de que en 2009 arrasara con los premios Grammy, llevándose seis estatuillas a su casa... y otros tantos fueran a parar a la de Alison Krauss, la reina del bluegrass con la que Plant construyó el imprescindible Raising Sand.

El desdén histórico por los refulgentes brillos del mainstream del rock que él, sus compañeros de Led Zeppelin y algunos colegas ilustres inventaron, se ha ido ahondando en el interior de Plant con el paso del tiempo. Si de algo no quiere escuchar hablar el cantante es de la posible unión de Led Zeppelin, aun cuando el guitarrista Jimmy Page y el bajista John Paul Jones (muy feliz con Them Crooked Vultures, la banda de próceres convocada por Dave Grohl) anunciaron el año pasado una gira mundial y un disco con Led Zep, ¡sin Plant! La cosa no se concretó, aunque el baterista Jason Bonham, el hijo de Bonzo, confirmó en julio pasado que el intento se hizo. “Estuvimos un año componiendo y armando todo y la verdad es que disfruté mucho de trabajar con Jimmy y John Paul. Fue muy divertido”, dijo el músico. Pero si Plant tiene pocas ganas de oír hablar de Led Zeppelin, hay miles que sí quieren oír hablar de Plant. Saber, por ejemplo, cómo conserva la voz potente de su juventud, acaso sin la estridencia, pero con el mismo fervor misterioso y profundo con que regala unos fraseos inverosímiles, unos agudos capaces de doblegar cualquier espíritu sensible.

El título del nuevo disco, Band of Joy, alude a la banda de blues formada en Birmingham en 1965, que Robert Plant lideraba antes de que se fundara Led Zeppelin, y en la que también estaba John “Bonzo” Bonham. Plant es el único sobreviviente de la agrupación original, pero decidió reinstaurar el nombre en su nuevo grupo de acompañamiento. “Band of Joy representa un intento por crear, diversificar y celebrar la gran dinámica de la escena musical de mediados de los ’60. Quería traerla de regreso al presente, a este punto en mi carrera”, dice Plant a propósito de su álbum, grabado en Nashville, producido por él mismo y el legendario guitarrista estadounidense Buddy Miller. “Me acerqué a Buddy porque es una especie de curador del museo del rock”, confiesa el cantante. “Con su colaboración encontré la sección rítmica ideal para el proyecto. La mezcla e interacción que surgen del bajo y la batería son esenciales para hacer que estas canciones vivan en otra parte.”

“Las diferentes experiencias que he vivido durante los últimos años me han acercado al tipo de conocimiento musical y técnico de Nashville”, sigue el ex Zeppelin. “Está ahí, listo para ser desempolvado. Así lo pensé, la mezcla entre acústico y poderosamente eléctrico.” El primer single es “Angel Dance”, de Los Lobos, un tema que al decir del intérprete inglés es “muy seguro de sí mismo y orgulloso”. La canción dice que “mañana llegará un nuevo día y podremos correr y jugar... / todos se han ido adonde pertenecen / vamos a cantar nuestra canción...” Y Plant comenta: “Una letra como ésa es una gran forma de abrir la puerta a esta etapa particular de la carrera tan diversa que he tenido”.

El repertorio es variado y de diversos orígenes. Está la canción “You Can’t Buy my Love”, sacada de un álbum de los ’70 de un músico llamado Bunger Joe. “El disco se llama I Wish I Could Sing y el tema es la respuesta a ‘Can’t Buy Me Love’, de Lennon y McCartney. Me pareció muy linda, es como una canción pop, así que le agregué un puentecito con ‘uh uh uh’ y te lleva directamente a lo que se hacía en 1963. Abrís la puerta y entra gritándote.” La banda formada por Plant –que incluye a Buddy Miller, Byron House, Darrell Scott, Marco Giovino y Patty Griffin– hace también “Falling in Love Again”, una gran balada negra de The Kelly Brothers, con todo el estilo de 1964. “Es una canción hipnótica que permite incorporar coros. Si uno analiza mi carrera, nunca hubo suficiente tiempo para agregar otras voces a la mía. Los coros se usaron muy poco en Led Zeppelin. Para este tema, fue genial tener los coros y adosarle un profundo tono de barítono, que le da un carácter muy particular.”

La hermosa voz de la estadounidense Patti Griffin deslumbra en la versión de “Monkey”, del grupo indie Low, formado en Minnesota en 1993. “Ella se acercó a la canción con una forma libre y directa. Fue perfecta”, dice Plant. En la reciente gira que el cantante hizo por Memphis para presentar el disco en vivo, hizo “Monkey” sin Griffin e igual sonó impresionante, con un dejo melancólico y una cadencia amorosa y envolvente que el genial Miller intensifica con unos riffs inolvidables. En el disco, Plant y Griffin también hacen otro tema de Low, “Silver Rider”, seco y evocador, de un rock a media máquina, inspirado en el blues y el folk estadounidenses. Miller le puso banjo a la versión de “Satan your Kingdom Must Come Down”, la canción desoladora y absolutamente adictiva de la banda alt-country Uncle Tupelo, que el ex Zeppelin canta como si estuviera adentro de una iglesia, a un tempo mucho más lento que la grabación original.

Está la balada folk “Cindy, I’ll Marry You Some Day”, y un punto alto del disco sin dudas lo constituye la interpretación de “Central Two-O-Nine”, un tema triste y oscuro de Townes Van Zandt (1944-1977), el cantautor texano maníaco-depresivo y alcohólico que inspiró, entre otros, a Bob Dylan. De Van Zandt, Plant también hace “Harm’s Swift Way”. “La canción te toma por sorpresa y te destroza. Es una pieza muy sombría. Pensé si habría una forma diferente de hacerla. Queríamos convertirla en algo que no fuera necesariamente un monumento a su autor, sino en una reflexión diferente de su trabajo”, cuenta el cantante. “‘Central Two-O-Nine’ es la reinterpretación de muchas canciones geniales que cambiaron mi vida, incorporadas en la misma pieza. El enigma alrededor de la historia de Van Zandt sigue abriéndose ante mí diariamente. Toda su visión de compromiso sobre lo que se debe hacer todos los días para sobrevivir es espectacular. La sensibilidad y también la futilidad del asunto. ¿Realmente importa si asimilamos este compromiso?”, se pregunta Plant. Y acaso la mejor respuesta positiva sea su formidable disco.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Un regalito de Trino

ENTREVISTA A DEMIÁN BICHIR


Demián Bichir (México, 1963) es un hombre inquieto. No se conforma con haber nacido en una familia cuna de grandes actores, también le da a la pluma escribiendo columnas de temas varios para distintos medios nacionales, nunca olvida su pasión por el “rebaño sagrado” y casi toda su agenda está supeditada a los partidos que las Chivas de Guadalajara disputan para regocijo de su fan número uno.
La mención a su pasión futbolera podría resultar frívola aplicada a otras personas, pero en él constituye todo un sello de identidad voluntaria que el artista pregona a voz en cuello casi. Otra de su afición contumaz está expresada en su propio cuerpo, el territorio de un metro noventa donde explora y construye sus roles para el cine, el teatro y la televisión.
“Cuando no grabo o filmo me dejo crecer todo”, dice sin metáforas. Esto es: pelo, barba, bigote y músculos varios florecen para que su dueño se ofrezca como en un catálogo de amplias posibilidades; al fin y al cabo, nunca sabe del todo si lo próximo que viene es un gordo con sombrero subido a un caballo o un flaco esmirriado perdido en la bruma de una metrópolis insana.
Afable y nervioso, de sonrisa abierta y siempre preparada para el interlocutor de turno, Demián va por la vida guiñando el ojo con picardía. Dice que es feo y por tanto no le queda otra más que apelar a la simpatía. Cuando uno le recuerda que la referencia a su supuesta fealdad parece más una artimaña en un mundo donde casi todas las chicas se dan vuelta para mirarlo, él concede con modestia cierta que en él ven al famoso, al conocido. “Si camino por las calles de Turquía, seguro que nadie se da vuelta para observarme”, afirma.
Se ríe a mandíbula batiente cuando escucha aquello tan popular de que él y sus hermanos, también inmensos actores, Odiseo y Bruno, son como “Los Baldwin” mexicanos. En el tú a tú confiesa que en una familia con tantas individualidades, a él le toca a menudo el papel de conciliador, el que va ligando los hilos para que la trama de un hogar que desborda de afecto se despliegue con todos sus colores y matices.
Hijo de los también actores y directores de teatro Alejandro Bichir y Maricruz Nájera, Demián heredó de sus progenitores un interés marcado por la política y sus opiniones siempre se colocan a la izquierda. No le pesa, ahora que se ha convertido (gracias a su formidable comandante Fidel Castro en la película El Che, de Steven Soderbergh) en más internacional que nunca, aprovechar los recreos en los rodajes para convertirse en un improvisado embajador de su país y narrarle a sus compañeros de filmación las bellezas que viven en el suelo donde nació, más allá de la guerra del narco, más acá de la mala fama nacional en el extranjero.
Le gusta comer y le gusta hacer ejercicios. Es disciplinado. Bebe con moderación y no le entra a las drogas. Para lo que no tiene límites es para la obsesión. Con la misma fe y dedicación con que encara su trabajo en el cine, dirige los destinos de su restaurante en La Condesa, respondiéndole personalmente a los comensales que dejan quejas o algún que otro comentario adverso. Nadie, en esos momentos, querría tenerlo como jefe.
Querido por el gran público por su papel inolvidable en Sexo, pudor y lágrimas, el futuro de este verdadero trabajador de la escena, se presenta inconmensurable. Viene de hacer del cura Hidalgo en el filme Hidalgo – Moliere, dirigido por Antonio Serrano, con una caracterización conmovedora.
Entre aviones y aeropuertos busca su destino. Por ahora, ese sino es solitario. Un divorcio, un par de noviazgos sonados y frustrados, la muerte de su querido perro Rufino, le han otorgado el carácter de “single”. No se queja. Demián nunca se queja de nada.
- ¿Hay un afuera y hay un adentro ahora en tu vida profesional?
- Lo que pasa es que soy “pata de perro”, desde niño, nunca me puedo quedar en un solo lugar. Me mueve el deseo de andar experimentando, buscando nuevos lugares y nuevas posibilidades. Eso es lo que me ha llevado a salir de mi país, fundamentalmente. Yo me fui a vivir a Nueva York a los 22 años y todo lo que sabía de inglés era the pencil is red y párale, ¿no?. Pensé que con eso me bastaba para defenderme en Nueva York, pero ni madres. Sin embargo, tenía ganas de darle a mi actor otro tipo de vivencias. Desde muy chavo hago teatro profesional y necesitaba salir del cascarón. Estaba listo para vivir en otro lado, afuera de la casa de mis padres. Nunca tuve, por cierto, la necesidad de irme dando un portazo al grito de “Los odio” o “Me odian”. Así que empecé por rentar una casita en el Desierto de los Leones y cuando tenía todo listo para empezar a vivir solo, conocí a mi chava. Fue en la filmación de una película gringa que se llamó Los penitentes (1988, Cliff Osmond), con Raúl Juliá.
- Y te enamoraste de la protagonista…
- Así es. Rona De Ricci y yo nos enamoramos en San Miguel de Allende. Cuando terminó la filmación, no lo pensé más y me mudé a Nueva York. Claro, todo el mundo pensó entonces que era una locura, pero pudo más mi espíritu aventurero…
- ¿Y ahora the pencil is red and yellow and green?
- Uy, ahora domino una gama de colores que ni lo puedes creer… La verdad que ha sido difícil aprender inglés. Sobre todo porque lo aprendí de adulto. A mí se me complicó mucho y era un poco desesperante porque al final del día tenía siempre un dolor agudo en el cerebelo, de tanto tratar de traducir y de tanto tratar de darme a entender. Mi chava no hablaba español y por eso digo que el amor todo lo puede. Ni siquiera las idas al cine eran felices, porque yo extrañaba los subtítulos.
- Ahora todo cambió…
- Sí, porque soy muy necio y trabajé muy duro, la verdad. Atrás de cada película que la gente ve hay mucho trabajo. Es un poco lo que nos pasa a los feos: para ligarte a una chava tienes sacar todo el repertorio de lo mejor de ti. Lo mismo pasa en el trabajo: si no soy un fenómeno de actor, un dotado, entonces tengo que trabajar el triple.
- Igual, siempre dices eso en las entrevistas, que eres feo y la verdad es que tienes un pegue bárbaro…
- No, es en serio. No lo digo como falsa modestia. Las chavas que te prestan atención es porque sabes quién eres. Si yo ahora me pongo a caminar por Turquía, no sé si muchas mujeres se me van a acercar…
- Diría que mejoras con los años y que estás llevando muy bien tus 46

- Que tu boca sea de profeta.
- De todas maneras en estos últimos años has venido trabajando mucho tu físico…
- Pero mira que ha sido porque los personajes me lo han pedido. Cuando hicimos American Visa (2005, Juan Carlos Valdivia), quería que fuera un maestro flaco, esmirriado, poco atractivo. Al boxeador de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995, Agustín Díaz Yanes) le metí diez kilos de músculos, pero a Fidel (2008, El Che, por Steven Soderbergh) le tuve que meter diez kilos de panza. Ahora vengo de hacer un jardinero, un personaje para el que tanto el director como yo queríamos una pancita “chelera”. Se trata de un oficio, el de jardinero, donde no hay tiempo para alimentarse sanamente y se sigue una mala dieta. Ahora estoy tratando de sacarme la pancita. Lógicamente, cuando eres más joven, todo es más fácil, pero siempre es importante la disciplina. Cuando no trabajo es cuando más me cuido, hago ejercicios, como bien y todo eso me sirve para mi trabajo.
- Se nota el tiempo que pasas en el gimnasio…
- Y sí, toda mi vida pesé 67 kilos y fui muy delgado. Ahora peso 85 y sigo siendo delgado. Claro que si quiero, puedo ir y perder 10 kilos para un personaje. Subir de peso se me hace más complicado.
- ¿Cómo se trata el tema de los nervios cuando tienes bajo tu responsabilidad un personaje como el de Fidel Castro?
- Es curioso que menciones lo de los nervios, porque mientras estaba filmando El Che, me despertaba a medianoche, con sobresaltos y taquicardias. Y me decía: si no me calmo, me va a dar un pinche infarto. Era la responsabilidad de un personaje para el cual no había tenido un mínimo ensayo. Steven Soderbergh no ensaya, ni siquiera abre el libreto a sus actores, las únicas lecturas que hicimos fue en Monterey, California, a un campamento de tres días donde teníamos todo tipo de entrenamiento. A la noche leíamos el guión alrededor de una fogata, comandados por Benicio del Toro que fue el primero que se puso las botas…
- ¿Y cómo fue que llegaste a ese papel?
- Fue un misterio, la verdad. Luego me contó bien Steven cómo fue. El asunto es que tuve una entrevista con una directora de casting, Mary Vernieu, y cuando la fui a ver tenía cuatro meses de haberme dejado el pelo y la barba luego de Enemigos íntimos (2009, Fernando Sariñana), donde me había rapado hasta el último pelo. Cuando no estoy trabajando dejo crecer todo, para después poder experimentar con diferentes looks. La cosa es que Mary me miraba y me miraba, hasta que en un momento me dijo: -¿te puedes quedar para ponerte en tape? Y le dije, sí, claro, ¿por qué? Y ella me contestó, es que estoy preparando las películas de El Che. Le pregunté si se trataba del proyecto de Terrence Malick con Benicio del Toro y ella me dijo que sí, pero que ya no las iba a dirigir Terrence sino Steven Soderbergh. Javier Bardem va a ser Fidel Castro. Desde entonces supe que quería estar en esa película de cualquier forma, conocía muy bien el proceso cubano de cerca. Mary me pidió que improvisara con acento cubano durante cinco minutos. Conté en cinco minutos la primera vez que vi a Silvio Rodríguez en el viejo Auditorio, yo tenía unos trece años…
- ¿Y qué pasó después?
- Nada, que me volví a mi casa y recibí una llamada de mi representante que me decía que muchas gracias, pero que iban a seguir buscando gente en Puerto Rico. Les mandé a decir que yo iba a volar por mi cuenta a Puerto Rico y que iba a insistir con el casting. Me contestaron que lo iban a tener en cuenta. Luego me subí a un avión para ir a Ibiza, donde iba a ser jurado en un festival. Y estando en Ibiza, a las cinco de la mañana sonó el teléfono. Era una llamada de Nueva York diciéndome que Steven Soderbergh quería que yo hiciera de Fidel Castro. Entonces, a lo largo de mi carrera hice audiciones durísimas, con escenas al derecho y al revés, citas con productores, con directores y esta fue la audición más extraña para obtener un papel con el que ni siquiera había soñado.
- ¿Qué había pasado con Javier Bardem?
- Luego me contó Soderbergh, cuando viajábamos a bordo del barco Gramma en Cuba, que cuando Javier se fue a hacer la película de Woody Allen se quedaron desarmados y que fue Mary Vernieu la que le dijo que yo tenía la mirada de Fidel. Steven y la productora vieron mi audición y dijeron que sí y que me ofrecieran el papel. Así fue. En ese barco le dije a Soderbergh que le tenía que mandar unas flores y unos chocolates a Bardem para agradecerle. Y, esto es lo mejor, Steven me contestó que el que tenía que regalarle y agradecerle algo era él.
- ¿Y quién fue la primera persona con la que compartiste ese logro?
- Inmediatamente con mi padre, por obvias razones. Él fue un revolucionario toda su vida, tiene 70 años y sigue yendo a los mítines y sigue reclamando lo que es suyo y lo que es justo para el bien común. Por mi padre, además, yo me llamo Sandino, de segundo nombre. Es un viejo que ama a la Revolución Cubana y especialmente a Fidel. Estaba muy emocionado.
- ¿Qué es lo mejor de tu trabajo?
- Las relaciones que se forman. Mis amigos más queridos son por el cine que he hecho. Las experiencias más ricas me las dieron las películas en las que he trabajado.
- ¿Y el éxito y el fracaso?
- Son tan relativos y dependen de tantas cosas y no de ti, precisamente. La única obligación que tenemos los actores y todo el equipo en un filme es hacer la mejor película posible. Nadie va al set pensando que va a hacer una mierda.
- ¿Te gusta vivir en Los Ángeles?
- Es una ciudad muy cómoda para mi trabajo, pero la realidad es que me gusta mucho más Nueva York y cada día estoy más cerca de regresar, es lo más parecido al DF.
- Entre los famosos que conociste, ¿alguno de ellos te hizo temblar de emoción?
- Bueno, mucha gente. La verdad es que me invitaban a todo, durante la gira de presentación de la película habrán dicho ¡Fidel, que venga!
- ¿Y nunca te dijeron “comes y te vas”?
- No, por suerte. Me quedé al postre, la sobremesa y encima me regalaron puros. (risas). Nunca había viajado tanto con una película. La cosa es que en Nueva York, durante una gala, estábamos Benicio y yo en plena charla y apareció una señora a felicitarnos y de paso a presentarnos a su esposo. ¡Era Neil Simon! Como bicho de teatro que soy y habiendo hecho dos obras de él, imagínate. En Ibiza conocí a alguien que luego se hizo un gran amigo mío: John Hurt. Cuando estuvimos filmando en Irlanda con Bruno, él y su esposa nos fueron a visitar y se quedaron unos días con nosotros. Marie Louise-Parker (la protagonista de la serie Weeds, donde Demián forma parte del elenco) también es una buena amiga.
- Y de pronto llegas a Hidalgo, con la historia de México, que tanto te preocupa…
- Sí, la verdad es que en la historia de nuestro país tenemos muchos lunares. La nuestra es una historia de traiciones y parece que no aprendemos las lecciones. Cuando te echas un clavado en un papel como el de Hidalgo, realmente se mueven muchas cosas. Es fascinante. Cada vez que regreso a México me pasa lo mismo, sobre todo con el Distrito Federal, al que siento como a la mujer más hermosa del mundo: oscura, peligrosa, sexy y llena de vida.
- La caracterización que hiciste para Hidalgo fue impresionante…
- Porque peleé mucho para que pudiéramos rodar en el orden que le convenía al personaje y no a la producción. Por el presupuesto, estaba condenado a usar peluca, barba postiza y poder cumplir así con un plan de rodaje de dos millones de dólares. Cuando hicimos El Che, todo el plan de rodaje se adaptó a la caracterización de Benicio, para que fueran sus pelos, su panza, sus dientes…Al final, lo logramos en Hidalgo y con mucho sacrificio pudimos filmarla de acuerdo a mi cronología…y por eso se vio ese resultado.
- ¿Estás mejor ahora en los rodajes que antes, más calmado?

- Bueno, de mí nunca escucharás una queja a menos de que algo esté mal. Así me lo enseñaron mis padres: cuando algo está fuera de lugar no tienes por qué callarte, hay un montón de detalles en mi trabajo que tiene que ver con poner los puntos sobre las íes y las diéresis sobre las úes.
- Después de tanto camino andado, ¿eres mejor actor y también mejor ser humano?
- Sí, cada trabajo te hace mejor actor y mejor ser humano. Sobre todo por la gente que vas conociendo en los rodajes, en las obras de teatro. El amor te hace mejor gente
- ¿Y cómo andas de amor?
- Terminé con Sandra (Echeverría, también actriz) hace un año. La verdad es que el amor duele, duele mucho. Las relaciones más importantes de mi vida ha sido con cantantes o actrices y siempre nos hemos separado a la hora de trabajar. Hay etapas en la pareja durante las que no te ves y esas etapas suelen ser muy largas. Los actores somos nómades. Tengo 46 años y me he cambiado 17 veces de casa, así vivo, así vivimos.