jueves, 31 de agosto de 2006

EL CLUB DE LOS 100 - VOLUMEN 2 -


INTRODUCCIÓN

A Sacha, por su sangre en mis venas
A Melina, por sus espejos verdes
A Fernando, por sus moradas provisorias

Cuando yo era adolescente mi hermano Guillermo era un niño y soñaba con ser futbolista. Lo más cerca que estuvo fue lucir una camiseta del Estudiantes de Buenos Aires en las categorías juveniles. Mis padres me habían dado la misión de llevarlo a los entrenamientos a la sede del club, en Caseros. Le tomaba la mano, lo subía al 161, luego abordábamos el 304 y cuando llegábamos, él se iba a la cancha y yo me quedaba en las gradas vacías escribiendo en un cuaderno, leyendo a Kafka o, esto es más probable, durmiendo. Una vez levanté la mirada y vi a mi hermanito correr rumbo a la portería contraria. Todavía recuerdo su pecho enhiesto, sus piernas enclenques, tal vez las manos en actitud de espantapájaros...Guille no tenía nada de estilo, pero a mí me parecía que era la mismísima réplica de Pelé. Él es el cuarto hijo de mis padres y el primer varón de la nutrida descendencia Maristain, lo que sin dudas no debe haber sido fácil para un niño de ojos enormes y pésimo carácter (sello distintivo de mi familia, perennemente malhumorada), destinado a ser por muchos años el único “hombrecito” de la casa, además de mi padre.
Cuando Guillermo era adolescente, mi hermano Lautaro estaba en la panza de mi mamá. Él es el octavo hijo de mis padres y, a diferencia de todos sus fratelli, es todavía un niño dulcísimo al que mi madre amó con devoción. Aún recuerdo a doña Blanca correr ferozmente con la panza en ristre, a punto de parir, su rostro desencajado y la postal del terror familiar: Guillermo había sufrido un accidente en la localidad de Campana. Como tantos otros percances que mi hermano protagonizó a lo largo de su infancia (casi pierde un ojo / a los 5 años casi pierde la vida debajo de un automóvil mientras jugaba a ser mecánico), esa vez también se salvó de milagro. Se había subido a una camioneta repleta de aficionados a Chacarita y el sobrepeso lo disparó a la calzada: todavía conserva unas horrorosas marcas en la espalda, la certeza de haber estado, a una edad temprana, muy cerca de la muerte y la confirmación de que carecía, como ya dije, totalmente de estilo.
Ninguno de mis tres hermanos varones jugó al fútbol profesionalmente. Ni Guillermo. Ni Leandro. Ni Lautaro. A mi padre, sin embargo, le hubiera gustado tener a un jugador en la familia. A veces creo que yo me he quedado en esas gradas vacías escribiendo en un cuaderno, leyendo a Kafka o, esto es más probable, durmiendo. Que sigo siendo la hermana de mi hermanito, la primera hija de mis padres y ahora la tía de ocho niños que, hasta donde sé, serán cualquier cosa, menos futbolistas. Lástima. En algún volumen de El club de los 100 (quien hace dos, quiere tres y así sucesivamente...y si no que le pregunten a mis padres), me gustaría incluir un Maristain en la lista de los apellidos con eme. Como buena integrante de una familia numerosa tengo tendencia al nepotismo y suelo hacerme cargo de los sueños paternos. Quien sabe en la memoria del futuro haya escondido un tataranieto con mi sangre, corriendo por un campo con el pecho erguido, las piernas enclenques y las manos, tal vez, en actitud de espantapájaros. Y aunque para esa época Andrea Staccioli tendrá más o menos 300 años, seguramente correrá a tomarle una fotografía maravillosa e imposible, como suelen ser sus fotografías, luego de lo cual comenzaré a presionarlo para que ponga a mi tataranieto en la portada.

- Mónica Maristain

Introducción al libro EL CLUB DE LOS 100 / VOLUMEN 2, por Mónica Maristain y Andrea Staccioli

Puedes decir que no

Cuando Beatriz y Caiana te pregunten, Dionisio
si me amas
puedes decir que no.
Poco me importa ser nada a tu alrededor, sombra, cosa adosada
al entendimiento de tu madre o mi hermana.
A mí importa, Dionisio, lo que dices,
y lo que tú dices no puede ser cantado
porque es palabra de lucha, de falta de pudor
y en mi verso se haría injuria

-Hilda Hilst