sábado, 24 de mayo de 2008
Campo minado mi corazón de niña
El perro se llama Chong. Lo sé porque tiene una placa de metal dorado pegada al cuello con su nombre. Lo único que hace el perro es subir y bajar por los elevadores del edificio. Cada tanto los ascensoristas pierden la paciencia y le gritan: - ¡Chong, deja de dar lata!. El perro es medio autista. Diríamos que su comunicación con el mundo, de uno a diez, alcanza un 2 bastante desparejo según quien sea la persona que intenta acariciarle el hocico. Yo lo llamo desde lejos. Cuando lo veo venir hacia la puerta del elevador, lo atosigo con invocaciones un tanto estruendosas. Los mecánicos enarcan las cejas. Y siguen trepados a un auto viejo que en el cristal tiene la leyenda “Metete” pintada con aerosol amarillo. Chong se deja acariciar y como único gesto de “ya estoy aquí, cálmate”, mueve una oreja. No puede mover la cola. Porque no tiene cola. Es un perro sin dueño. Así que no se sabe quién le cortó la cola. Me gusta el perro Chong. Me gusta que fije los ojos en el horizonte y haga como que el mundo a su alrededor no existe. Yo lo llamo “perro mirando al sudeste”. Aunque nunca sé dónde está el Norte. Por lo tanto, también desconozco dónde está el sudeste. Tal vez sea un perro-marciano, o la reencarnación del actor argentino Hugo Soto. Digo, este Chong. Venga de donde venga, es un can-looser. Si no subiera y bajara del elevador todos los santos días se pasaría las horas mirando los programas españoles de la prensa rosa. Comería sándwiches de pan con comino y palta y tomate y mayonesa light. En la pantalla, Ana Rosa Quintana le contaría la historia del ciego que se salvó de morir en el atentado a las Torres Gemelas gracias a los buenos oficios de su perro-guía. Y mientras los espectadores aplauden las cucardas otorgadas al dogo-héroe, Chong jugaría al solitario en la computadora. Si gano este partido, él me escribirá un correo para decirme te quiero. Mejor hago tres partidos por cada uno. El que gane más es el que más me quiere. Pero siempre tengo que dejar la cuarta posibilidad como alternativa. Porque en el juego de la vida siempre hay una partida fantasmal, una vía escondida que precisa buenos ojos para saber mirarla. Yo tenía unos anteojos rosados. Unos Versace falsos que me compré a dos dólares en una feria al aire libre. Una noche hice una fiesta en casa y un chico se emborrachó. Se calzó los lentes y desde entonces no veo la vida en rosa. La veo así como es: medio gris a veces, casi siempre opaca, como en esa película de Woody Allen en la que el tipo no distinguía más que siluetas borroneadas en un paisaje más nítido que el espejo del baño, cuando está nítido. No soy muy hacendosa, la verdad. Sólo cuando me quiero ver la cara, pero verme la cara bien, con todos sus recovecos, sus arrugas, sus zonas lisas, entonces agarro un trapo con alcohol o le paso al vidrio el secador de pelo después de darme una ducha. Y esta soy yo. Los ojos verdes, la nariz un poco normal, los labios demasiado finos para mi gusto aunque no tanto como esas personas que casi no tienen labios y que andan por la vida con un rictus ausente, como si no rieran nunca, como si no besaran jamás. Es linda mi cara. Sí, es un rostro manso, bien proporcionado. Lo mejor son los ojos. Ya me lo dijeron mil veces. O 999 porque no cuento nunca la opinión del tipo aquel que me decía: - ¡qué lindos ojos! Pero en realidad me miraba las tetas. Era un músico de jazz y ya se sabe que los músicos de jazz nunca dicen lo que piensan. Más bien improvisan. Salen del paso. O 998, porque no tendría que tomar en cuenta el vaticinio de aquella señora con peluca rubia. Yo era niña y ella me tomó el mentón. Me observó la cara desde la frente hasta la pera y concluyó en que “a esta nena sólo le va a hacer falta un poco de rimel cuando sea grande”. Mentira. Cuántas veces en la vida tuve rimel y hasta delineador, lápiz de labios y un arco iris de sombras para los párpados, pero sentí en falta tantas otras cosas que nunca tuve. Como un pantalón Levi´s. O una peluca rubia, por ejemplo. Me gustaría caminar por las calles de Niza con una peluca oscura, idéntica a la que lleva la protagonista de la película Amélie. Ese es todo mi sueño. Pero para ir a Niza tengo que juntar plata para el pasaje. Si estoy en Centroamérica, Europa queda lejos. Y si estuviera en Niza, mi sueño sería tener una peluca rubia que me hiciera parecer a Anita Ekberg y bañarme en la Fontana di Trevi y que viniera Marcello Mastroianni a pasarme la esponja por la espalda. Pero hay días en que no quisiera tener sueños de cine, la mercancía alimentada por el sistema-Warhol de supervivencia. O que no quisiera despertarme con cara de estrella del rock. “Te esperaré en Niza”. Si es posible morir con música de fondo, quisiera que sonara Coltrane en mi agonía. El saxo malévolo e inocente, como un candor de Bukowski en el basurero, la flor bella que sangra impávida en un fango irredimible. Eso es John para mí. La verdad de lo que nunca podrá ser siniestro porque está condenado a la belleza. Algo que padece la condena de lo perfecto está predestinado a la pulsión verosímil de la nada. Y es Coltrane. Y es el marlboro de las ocho de la noche. Domingo sustancial y mórbido, como una brisa que entra por la ventana y aspavienta las flores de la primavera por venir. Soy yo otra vez. Escribiéndote. A ritmo de un saxo enloquecido que llora y brama en una curtiembre aciaga. Es mi propia virtud existencial: un cigarrillo que echa sombras en el cenicero, la música de jazz que echa sombras en el aire de una soledad contenedora. Contener a veces es tener. Pero la arena puede filtrarse por los dedos y caer hacia un espejo roto. Lo dividido. A veces la vida es como acariciar lo áspero. ¿A veces la vida es como acariciar lo áspero? Exploraré mi propia ignorancia. Está decidido. Epa. Cuántas decisiones he tomado hoy. Una se contrapone a la otra y el abanico es inconmensurable. Yo voy adentro de la marea. Barco ebrio (bienvenido Rimbaud) que se atasca en un iceberg y vuelve a la orilla, al punto de partida, sin haber entendido nada. Digamos que hago un hato de dudas y de miedos. Lo entierro en una playa solitaria. Campo minado mi corazón de niña. Que se estrelle la red propiciatoria de verdades. No existe la verdad. No existe el absoluto. ¿Qué existe?
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