martes, 28 de diciembre de 2010

Mujeres asesinas en México



CORAZONES SALVAJES

A pesar de que México es el país donde las mujeres mueren, también algunas se han convertido en matadoras. Las asesinas aztecas que están tras las rejas no son ricas ni famosas, a menudo han hecho justicia por mano propia y si bien han crecido en su mayoría rodeada de miserias materiales y de las otras, tampoco son, como es de esperarse, blancas palomitas, solidarias con su género o con el prójimo cualquiera sea su color o tamaño. Quitarle la vida a una persona no es moco de pavo por más real que el ave parezca. Vestir de plumas los extremos a que suele llegar el alma humana, dista de ser un ejercicio glamoroso en la tierra de Frida Kahlo y Diego Rivera. El libro de reciente aparición Historias mexicanas de mujeres asesinas, escrito por el periodista Humberto Padgett, pone las cosas en el centro de la diana, como un disparo certero hacia los más salvajes de los corazones.

Susana
Desde el caserío de Pozo Blanco, en Guanajuato, que es la tierra conocida por el Festival Cervantino, uno de los encuentros artísticos más importantes del mundo y sin dudas el más relevante de Latinoamérica, salió Susana, una mujer que creció con el sueño de poder asesinar a su tío Ramón, el hermano de su padre Macario, que la violaba desde los seis años.
Frente a su madre y hermanos haría justicia por su propia mano, para poder olvidarse del olor que despedían las encías inflamadas de su pariente cuando la tocaba hasta dejar su cuerpo como si fuera un trapo sucio. Susana era una niña apenas, pero la idea de la muerte tenía una fuerza inusitada en su espíritu.
La familia dejó el pueblo en la década de los 70, para buscar mejor vida, lejos de los sembradíos de maíz y frijoles, en la capital. “Con ellos también fueron el tío Ramón y su perro bóxer.”, cuenta Humberto Padgett en el libro Historias mexicanas de mujeres asesinas (Planeta)
Susana tenía 9 años cuando sus padres la emplearon como sirvienta en una de las zonas exclusivas del Distrito Federal y desde entonces, además de la idea de la muerte aplicada a los demás, también comenzó a aturdirla la idea de la propia muerte, por su propia mano, en su propia vivienda. A los 13 soportó una sobredosis de diuréticos, es todo lo que pudo hacer por ella en esa época.
Casó con un albañil de nombre Melquíades al que nunca amó y pronto quedó embarazada. Su niña, a la que había puesto el nombre de María de los Ángeles, nació muerta. La vida le dio luego revancha con el nacimiento de Patricia y Ana María. También “heredó” a Elisa, una sobrinita de pelo duro, que sólo emitía gruñidos, comía de los tachos de basura y se hacía encima. “Susana quiso arrojarla a un lado, deshacerse de esa niña con las tripas descompuestas a la que empezó a odiar en forma instantánea”, escribe el periodista mexicano.
Elisa murió de una infección generalizada, quizá secundaria a la peritonitis, aunque las lesiones en el cerebro a causa de los golpes recibidos eran suficientes para matarla.
Susana fue acusada de homicidio por su padre, Macario. El 8 de diciembre de 2006 fue condenada a veintisiete años y seis meses de prisión por el asesinato de su sobrina Elisa.
“En la cárcel de Santa Martha Acatitla, Susana dice extrañar el campo, el maíz inclinado, el ladrido de los perros y la eterna neblina de polvo que hace de los ojos un pozo de lodo. La visitan sus padres y casi todos sus hermanos. Sólo falta Lorena, la mamá de Elisa.”
La Guadalupe
Esta es la historia de Guadalupe, la hija menor de Sara y Juvenal, aficionada a las mujeres y a los pantalones vaqueros amarrados a su esmirriado cuerpo con cinturones anchos de hebillas gruesas. Mitómana a más no poder, de pésimo carácter, manipuladora, intimidante y agresiva, se desvivía por los automóviles de carrera y las armas de fuego. Despreciada por sus hermanos que condenaban su actitud varonil, abandonada por el padre cuando tenía 12 años, la muchacha aprendió a hincharse de odio y resentimiento. En un empleo en el Tribunal de Justicia que le duró tres años, se hizo amiga de varios policías y memorizó leyes y procedimientos que más tarde le servirían para amenazar a sus víctimas.
Hubo hombres que fueron padres de sus tres hijas, hasta que su impulso homosexual fue más fuerte y se enamoró de Gabriela, una madre de dos niñas que le correspondió el amor, a pesar de la pistola Pietro Beretta 9 milímetros, que Guadalupe siempre llevaba ceñida a la cintura. En esa época, la mujer “conoció a Mateo. Juntos negociaban autopartes, platicaban de mujeres y bebían cerveza hasta emborracharse en la calle. Hablaban sobre todo de los problemas que ocasionaba a Mateo el cuidado de su sobrino Alfredo, con doce años de edad” y gran inteligencia, que su tío adoraba, cuenta Padgett.
Ni lerda ni perezosa, por 30 dólares semanales, Guadalupe se ofreció a cuidar al sobrino y mandarlo a la escuela secundaria. Sólo alcanzó a comprarle el uniforme escolar. El resto fue un calvario para el niño, que consistió en vejaciones físicas y psíquicas hasta la muerte en medio de rituales satánicos con velas encendidas.
Guadalupe cumple su condena efectiva de 35 años de prisión por el asesinato sin causa, por puro gusto, del pequeño Alfredo. Es poco probable que salga antes por buena conducta. Sigue siendo, como se dice en México, una verdadera hija de la chingada.
Manuela
Manuela era costurera. Su sueño consistía en la aparición de una quinceañera que le encargara el ajuar completo y la liberara de las restricciones en la compra diaria. A cambio apareció Cristina, la pareja de Adela, ambas las verduleras del barrio conocidas como Las gordas. “Como un péndulo inasible entre sus dos novias fieles y desesperadas.”, escribe Padgett, Cristina comenzó a marcar los ritmos y los insomnios de sus amantes. Con pretensiones de exclusividad, la modista contrató a un taxista cincuentón y robusto para que se hiciera cargo de su rival. Por 5 mil dólares que nunca fueron saldados totalmente, Adela murió acribillada a causa de los disparos que le propinó un desconocido con un revólver Smith & Wesson calibre 38.
La costurera fue sentenciada a 27 años y seis meses de prisión. En la cárcel de Santa Marta Acatitla terminó confeccionando muñecas de trapo hasta quedar en libertad, en Año Nuevo de 2007. Ahora vive con Cristina en una colonia al sur del Distrito Federal. Todos los fines de semana, Cristina se ausenta rumbo a la cárcel. Allí vive su nuevo amor.

¿Víctimas y victimarias?

Las mujeres asesinas que están presas en las cárceles mexicanas no son actrices de telenovelas, ni muchachas que usan el arma homicida para acabar con el esplín excesivo de los cabaret, de los piringundines al uso que se multiplican en las a menudo sórdidas urbes aztecas. Según el libro Historias mexicanas de mujeres asesinas, escrito por el periodista local Humberto Padgett y editado por Planeta,
“Las mujeres ricas también matan, pero a su auxilio acuden opulentos despachos de abogados y no exangües defensores de oficio. Muchas tienen en común a algún hombre abusador en la infancia y todas, de alguna manera, desafiaron la idea de que habrían de estar condenadas a planchar, cocinar y soportar su condición de género”.
Resultado de la pesquisa: las mexican killers que están tras las rejas no poseen un centavo y por lo general provienen de familias autóctonas, ancestros avasallados por la colonización española, la historia absurda y cruenta de los espejitos de colores, Hernán Cortés y de cómo nos chingaron a todos.
Sin embargo, en los pesados casos de las matadoras que nos ocupan, no hay que tomarse las cosas demasiado a la ligera. En México, no es costumbre que las chicas asesinen o hagan justicia por mano propia. Por más que uno intente ver la vida color de rosa y celeste, a menudo la lente se detiene en un furioso ciclamen que muestra verde lo que es rojo y viceversa: aquí el dolor tiene cara de mujer. En la llamada Ciudad de la Angustia, por ejemplo, que no es otra que la fronteriza y norteña Ciudad Juárez, en Chihuahua, siguen encontrando cadáveres de jóvenes violadas y torturadas por un sistema criminal que se mantiene impune desde hace más de una década. De 1993 a septiembre de 2007, 553 mujeres han sido raptadas, mantenidas en cautiverio y sujetas a una feroz violencia sexual antes de ser asesinadas y dejadas en lotes abandonados.
La denominada violencia de género, tan feroz en México como en España, los dos países “líderes” en la materia, lamentablemente trasciende las fronteras del norte nacional y se extiende por todo el territorio azteca.
En el 2007, la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), estableció que más de 30 millones de mujeres mexicanas vivieron durante 2006 alguna forma de violencia.
El mapa resulta tenebroso e interminable. El Estado de Nayarit, que en náhuatl significa hijo de dios que está en el cielo y en el sol, tiene la tasa más alta de asesinatos de mujeres en México, con 2,067 crímenes entre 2000 y 2006.
El Estado de México alcanzó 1,288 asesinatos de mujeres entre los años 2000 y 2003, con un dramático repunte de feminicidios en su zona Oriente –colindante con la Ciudad de México- donde se llevaron a cabo 140 asesinatos en su mayoría impunes.
En el Estado de Morelos, la alta incidencia de homicidios en perjuicio de las mujeres (32 casos en 2006 y 26 asesinatos en 2007) ha obligado a la creación de una Fiscalía Especializada; el estado de Chiapas padeció 1,485 asesinatos de mujeres entre 2000 y 2004; y Veracruz alcanzó el récord de 1,494 feminicidios entre los años 2000 y 2005.
En estas macabras estadísticas no entran las mujeres asesinas ni siquiera para justificar en un ápice sus también horrendos crímenes. La mención de tan reveladoras cifras tiene un sentido de impacto social que se contrapone con cierto furor mediático en torno a las damas homicidas, emanado del éxito de la serie televisiva Mujeres asesinas, original de Marisa Gristein, en la pantalla argentina. Como se sabe, la serie fue importada por Televisa, especie de Midas y Atila catódico en forma simultánea (todo lo que toca lo hace oro y donde pone el pie, no crece más la hierba) y puesta al aire el pasado 15 de junio. En su marco, las bombas aztecas (hace tiempo que dejaron de ser bombones, pero se conservan apetecibles, como maceradas en licor de kirsch) Verónica Castro y Lucía Méndez hicieron como que se amigaron en una pobladísima conferencia de prensa destinada a informar sobre su participación en el ciclo de Mujeres asesinas. Tras las fotografías de familia, volvieron a ser las enemigas acérrimas de costumbre.
Sin ponerse a comparar la calidad de cada emisión, si es mejor o no la argentina que la mexicana o si la mexicana (esa sería la pregunta a hacerse, en realidad) supo captar la esencia que hizo exitosa a la franquicia original (¿Decir franquicia original es como decir tortilla de huevos sin huevos?), lo importante es delimitar el contexto en que se despliegan ambas. En México, “glamorizar” demasiado a las mujeres asesinas puede generar un contexto perverso. No se espera, como es obvio, que Televisa haga gala de un pudor que le ha sido ajeno a lo largo de su historia y por eso la aparición del libro de Padgett viene a poner las cosas en su justo (o injusto) lugar.

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