miércoles, 8 de diciembre de 2010

MARIO VARGAS LLOSA


“Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despertó asustado. Pestañeando, confuso todavía, luchando por serenarse, divisó recostada en el vano de la puerta, la silueta del sheriff. Su cara flácida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipatía que nunca había tratado de disimular. He aquí alguien que sufriría si el Gobierno inglés le concedía el pedido de clemencia”.

Las primeras líneas de El sueño del celta, la flamante novela del escritor Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 28 de marzo de 1936) pregonan la ansiedad exacta y el regusto sabroso en el paladar negro de sus lectores contumaces. Probablemente, ninguna mujer, ningún amigo, mucho menos ningún correligionario o compañero de la ruta política, le hayan sido más fiel al Premio Nobel 2010 que sus lectores, los mismos que aplaudieron el galardón que este 10 de diciembre el autor de La ciudad y los perros y La tía Julia y el escribidor, entre otras novelas prodigiosas, recibirá en Estocolmo.

No irá vestido, como su ex amigo, el también Nobel Gabriel García Márquez, de guayabera, alejado como está desde hace tanto tiempo de cualquier gesto o pintoresquismo que lo ligue con las expresiones populares de la cultura latinoamericana.

Precisamente, su nueva novela, que transcurre entre el Congo, el Amazonas e Irlanda y que tiene como protagonista al cónsul británico Roger Casement, ha sido celebrada como la expresión cierta para muchos admiradores y también muchos detractores de que aquel hombre que retratara como nadie a su Perú natal, un territorio atribulado por las dictaduras militares y el desdén inclemente de la oligarquía capitalina, en la soberbia Conversación en la catedral, sigue pisando tierra firme en el campo aciago e impredecible de la literatura.

Él, un hombre que fue de izquierdas en su juventud y que con el mismo fervor abrazó las ideas liberales de la derecha más recalcitrante en su madurez, transformación ésta que lo conminó peligrosamente a un estado de candidato eterno a un Nobel que se le iría negando año tras año, no deja de admitir que el ansiado premio “me llegó por mis libros y no por mis opiniones, aunque me hubiera gustado, claro está, que fuera por las dos cosas”, según alcanzó a balbucear en el maremágnum de entrevistas telefónicas que se sucedió tras el anuncio de Peter Englund, secretario de la Academia Sueca.

En los días que siguieron al anuncio del Nobel, no fueron pocas las voces que se alzaron buscando hacer la diferencia “entre el Mario Vargas Llosa escritor y el Mario Vargas Llosa político”; incluso, colegas suyos como el mexicano Paco Ignacio Taibo II, tuvieron la necesidad de destacar al literato por sobre la propia persona del galardonado.

“El premio es absolutamente merecido, a pesar de que él es deplorable como ciudadano y como persona”, dijo el autor de la biografía del Che.

Consultado por GENTE Y LA ACTUALIDAD, el crítico argentino Alberto Manguel consideró, en el mismo tenor que Taibo II, que “el Vargas Llosa no ha sido leído por el político o la persona Vargas Llosa”.

“Todo el humanismo que hay en su literatura falta en su persona, por eso no sé qué decir frente al Premio Nobel que recientemente le han otorgado. Si ha sido por sus libros, qué bueno. Si ha sido por lo que piensa, qué malo”, expresó.

A propósito de esa escisión, el propio escritor aclaró como si hiciera falta que “mis ideas y mi obra son fruto de una misma persona, es difícil separarlas”.

¿Cuáles son esas ideas por las que es condenado el novelista magistral, el escritor sin mácula premiado con el Nobel “por su cartografía de las estructuras del poder y sus incisivas imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”?.

Por lo pronto, el liberalismo a ultranza que predica lo hace aparecer como un simpatizante de personajes que son odiados por mucha gente en casi todo el mundo.

¿Quién podría, como Vargas Llosa, defender la gestión y la personalidad del controvertido italiano Silvio Berlusconi o elogiar a la Dama de Hierro Margaret Thatcher?

En Argentina, donde hace dos años fue apedreado el ómnibus que lo trasladaba a dar un seminario, no tuvo empachos en calificar el gobierno popular de Cristina Kirchner como “desastroso” y en Chile hizo público su apoyo al candidato de la derecha Sebastián Piñera, quien finalmente quedó al frente del gobierno luego de la impecable gestión de la izquierdista Michelle Bachelet.

Sin embargo, más allá de las pasiones encontradas que propicia su ideario, ¿quién podría culparlo de falta de honestidad en su pensamiento? Al fin y al cabo es un gran desafío a la tolerancia caer en la cuenta de que Vargas Llosa hace gala de un sistema de ideas que no logra consenso entre el progresismo y la corrección política, es cierto, pero que al mismo tiempo defiende con un fervor sincero y casi extravagante en estos tiempos donde la apariencia y la declaración velada hacen su agosto en los medios de comunicación.

En lo político, quien fuera candidato a presidente en su país en 1990, ¿habría cambiado para bien la historia del sufrido Perú si hubiera ganado él y no el hoy innombrable y encarcelado Alberto Fujimori?

Ese modo de aborrecer las medias tintas y la fidelidad a una manera de sentir y ver el mundo que lo rodea, sin duda lo redimen. Y es esa voluntad de no permanecer ciego ni sordo ni mudo a todo aquello que le preocupa de su contemporaneidad, lo que seguramente dan sustancia a su enorme literatura. No hay dos Mario Vargas Llosa. Hay uno solo y es gigante.

La literatura

Muy pocos días antes de que se anunciara que había ganado el Nobel, Mario Vargas Llosa vino a México a recibir el Doctorado Honoris Causa por la UNAM, circunstancia en la que aprovechó para mantener un diálogo público con su colega mexicano Sealtiel Alatriste. Fue un hecho grato para miles de estudiantes que lo escucharon con arrobamiento, en una tarde lluviosa donde también se anunció que acababa de ganar el Premio Alfonso Reyes. Justo él, que ya tiene el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Rómulo Gallegos y ahora el más ansiado galardón literario que le entregará el próximo 10 de diciembre el mismísimo rey de Suecia.

En la charla de marras, Mario recordó sus jóvenes 26 años, la edad que tenía cuando metió su primera novela La ciudad y los perros al concurso de Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral. “Eran tiempos donde reinaba una feroz censura”, evoca. “Fue el editor Carlos Barral quien decidió jugársela y publicarla, aunque claro, primero tuvo que pasar por los ojos del censor. La censura era algo ridículo e imprevisible. Por ejemplo, recuerdo una particularmente graciosa. En una parte, me refiero a un militar de alto cargo como a alguien que tenía un vientre de cetáceo. Bueno, pues al censor no le pareció, entonces lo cambié por vientre de ballena, que al censor le pareció muy adecuado”, comenta entre risas.

Era la época en que la forma era el súmmum de la búsqueda estilística y el autor peruano era llamado por sus amigos “El sartrecillo valiente”, por su afición militante a Jean Paul Sartre. “La literatura por entonces era un instrumento de combate, se hablaba aquello de que las palabras son actos y La casa verde (1965) es seña de ese deslumbramiento por la forma y lo que refleja es ese engolosinamiento por la experimentación formal”, explica.

“La casa verde es también la muestra de cómo me modificó la lectura de William Faulkner, un escritor que me marcó profundamente y que fue el primero que leí con lápiz y papel a la mano. Las historias que él contaba se enriquecían gracias a su lenguaje preciosista, a esa prosa laberíntica en la que las sensaciones, las emociones, las ideas, iban creando un mundo propio de una gran complejidad”, agrega.

No fue sólo el autor de El sonido y la furia quien tatuó huellas indelebles en la pluma vargallosiana. Ahí están también como referentes el grandioso James Joyce con su célebre Ulises y el hoy menos leído estadounidense de Chicago, John Dos Passos, responsable, entre otras, de la novela Manhattan Transfer. “Tal vez también esté André Malraux, a quien leí con devoción en mi juventud. La condición humana es un libro que me produjo una profunda impresión en mis años mozos”, dice.

Pese a la firme voluntad de estilo que caracteriza las historias contadas por el autor de Arequipa, nunca se entusiasmó mucho por el Nouveau roman, el movimiento literario fundado por Alain Robbe-Grillet a principios de los 60. “Para mí fue un fenómeno pasajero, se trataba de sacrificar enteramente la historia en aras de la máxima exploración estilística y eso era condenar ese tipo de literatura directamente a las catacumbas”, afirma.

“Creo que la novela, cuando deja de contar una historia importante, se condena al fracaso y a la decadencia”, insiste.

De su inefable personaje, el cabo Lituma, que aparece en La casa verde, en ¿Quién mató a Palomino Molero?, La Chunga, en un cuento de Los jefes, en un radioteatro de Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor y, por supuesto, en su novela Lituma en los Andes, Mario Vargas Llosa no tiene mucho que decir. “No sé cómo explicarlo –dice y se encoge de hombros-, me pasa con Lituma lo que no me ha pasado con otros personajes, cada vez que empiezo una novela ahí aparece el cabo, como ofreciéndose, como diciendo: - Yo no he sido lo suficientemente aprovechado por usted, aquí estoy, úseme”.

Precisamente, en Lituma en los Andes, publicada en 1993, el escritor incorpora a su literatura el tema de Sendero Luminoso, la guerrilla maoísta que comenzó a operar en el Perú de los ‘80. “Hasta entonces –evoca- todos habíamos crecido en la firme convicción de que nuestro país era pacífico. En mi niñez viví muchos años en Bolivia y regresé al Perú cuando tenía 10. En mi familia se decía muchas veces que el Perú no era violento como Bolivia”.

“Viajé a Ayacucho en la época en que la región estaba más afectada por el terrorismo de Sendero y esa violencia me impresionó muchísimo. Sin olvidar, por supuesto, la política antirrevolucionaria de las Fuerzas Armadas del Perú, que cometió también hechos terribles. Escribí esa novela fundamentalmente con la idea de mostrar este fenómeno lateral, paralelo, a un momento de enorme truculencia política en mi país”, explica.

De la que se considera su mejor novela, Conversación en la catedral, publicada en 1969, Mario Vargas Llosa admite que “no la hubiera escrito si no hubiera conocido personalmente, aunque sea en forma efímera, al jefe de la seguridad de la dictadura del general Odría”.

“Se llamaba Alejandro Esparza Sañartu y probablemente era el hombre más odiado del Perú durante la dictadura, incluso más odiado que el propio dictador. Yo estudiaba entonces en la Universidad de San Marcos y había muchos estudiantes en la cárcel, a los que tenían con los presos comunes, sin abrigo ni alimentos. Entonces, hicimos una colecta en la facultad para comprar mantas y tuvimos que pedir una audiencia al jefe de la seguridad para que nos autorizara la entrega de esas frazadas”, cuenta.

“Fue una experiencia surrealista frente a un hombre que en apariencia era inofensivo. Era menudo, con una mirada aburrida, parecía que nos miraba como detrás de un vidrio y al verlo me prometí que alguna vez iba a hacer una novela alrededor de ese personaje”.

Muchos años después de Conversación en la catedral, en el 2000, salió La fiesta del Chivo, la novela donde el escritor peruano retoma el tema de las dictaduras latinoamericanas y reflexiona sobre el auge del trujillismo en la República Dominicana de los años ’50.

“Quien llevó al grado más grotesco y violento de una dictadura sin dudas fue Rafael Trujillo, quizás por esa naturaleza histriónica que convertía todos los actos de gobierno en un gran espectáculo. Ninguna dictadura latinoamericana llegó a los límites de la crueldad del trujillismo”, afirma.

En Pantaleón y las visitadoras, publicada en 1973, Mario Vargas Llosa comienza a sacudirse la impronta solemne de su admirado Jean Paul Sartre y empieza a incorporar el humor en su literatura. La risa es también un elemento importante en La tía Julia y el escribidor, novela autobiográfica de 1977.

“Me gusta que mis historias limiten con la realidad. No soy para nada un escritor fantástico. Las novelas se han hecho para contar mentiras que permiten expresar verdades profundas para la condición humana”, dijo con su voz firme el actual profesor de literatura de la Universidad de Princeton, en Estados Unidos, donde daba un curso sobre Jorge Luis Borges cuando se enteró que le habían otorgado el Premio Nobel.

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