domingo, 27 de febrero de 2011

EL NEGRO OJEDA


Su cuerpo magro encerraba un espíritu inconmensurable, el ancho territorio donde planeó su voz, sobre todo esa manera de cantar como pidiendo permiso y luego tomándoselo todo, invadiendo el aire con ese don inexplicable de los trovadores natos, genéticamente programados para conmover sin piedad a sus escuchas.

Había nacido Salvador El Negro Ojeda el 27 de enero de 1931 en el Distrito Federal, aunque su corazón apuntaba al paisaje veracruzano. Su patria, en realidad, era el son jarocho, era la negritud en su garganta y también fue la música cubana, de la que se enamoró sin remedio en los ‘40 y a la que conocía con una erudición empírica que lo convertía en un maestro.

Su hijo y productor musical, Santiago, declaró a una agencia de noticias que cuando iban a tierras veracruzanas y cruzaban el límite de Puebla a Veracruz de inmediato empezaba a hablar como jarocho. Frágil como un ave, se engrandecía cuando interpretaba una canción popular, la misma que en su voz se hacía distinta, algo mucho más grande, más trascendente. Por caso, la versión que El Negro hizo de “El necio”, un tema paradigmático de un Silvio Rodríguez ya maduro y que el propio cantautor de San Antonio de los Baños, poco dado a los elogios a sus pares, prácticamente le regaló al intérprete mexicano. Cuando la cantó, iniciaba el nuevo milenio y estaba de moda el Buena Vista Social Club. Ya hubieran querido los que amaban a Ojeda un productor con oído fino como Ry Cooder, para darlo a conocer en todo el mundo, porque –hay que decirlo- Ojeda nunca fue mainstream. Es cierto que él cantaba para no morirse de tristeza, como declaró en más de una ocasión, pero a sus muchos admiradores les queda ese sabor amargo de quien pudo en sus últimos años ser merecedor de un status masivo, sobre todo para que las nuevas generaciones disfrutaran el tesoro que anidaba en su garganta.

Trovador, jaranero, huapanguero, rumbero y sonero, con una trayectoria profesional de más de 66 años, Ojeda fue fundador, miembro y director del grupo Los Folkloristas, con el que grabó tres discos. En solitario ha grabado seis más, entre ellos, el Bellas Artes, ¡Al fin! (Discos Puebla, 2009), una especie de coronación de una vida íntegramente dedicada a la música.

Tocaba la guitarra, el piano, el contrabajo y las percusiones, sabía de música popular mexicana más que nadie y, a pesar de sus ideas de izquierda, jamás cantaba panfletos.

Se lo impedía su sensibilidad de artista y, sobre todo, su irredimible pasión libertaria. Porque era libre no le interesaba cuántos discos iba a vender, cuántos autógrafos firmaría después de un concierto, mucho menos si algún medio periodístico se iba a hacer eco de sus múltiples actividades profesionales.

Solía decir que “a la vida no hay que tomársela en serio”. Por lo tanto, tampoco habrá que tomarse con demasiada solemnidad la noticia de su muerte. Dicen que murió en su casa de Coyoacán a los 80 años y que sus cenizas serán arrojadas a las aguas del río Papaloapan.

No hay comentarios.: