domingo, 27 de febrero de 2011
ENTREVISTA A ALVARO ENRIGUE
“Mi novela es un gesto suicida”
Uno de los escritores mexicanos más originales es el autor de Vidas perpendiculares, quien con agudeza comenta aquí su nuevo libro, Decencia, “una novela que incluso parece una novela”.
Hace menos de tres años, el escritor mexicano Álvaro Enrigue fue elegido como uno de los autores fundamentales a seguir en el 2009. “El avance de su obra nos interroga. Ha sabido usar su experiencia personal o la de su familia para crear un escenario donde estamos todos involucrados”, dijo entonces el crítico Phillippe Ollé-Laprune, quien hacía referencia a la salida de la celebrada Vidas perpendiculares, uno de los textos más leídos en México en 2008. El autor, nacido en 1969, abría el paraguas y lamentaba las expectativas generadas “pues de todos modos decepcionaré a todo el mundo”.
En 2011 la salida de Decencia, la nueva novela de Enrigue editada por Anagrama, vuelve a poner al escritor en el centro del debate. Pocas veces se tiene la certeza de estar leyendo lo que en el futuro se constituirá en una obra clásica. En Decencia hay una profundidad inesperada, un uso audaz del lenguaje y un entramado estilístico riguroso y complejo, que apunta a que se está frente a la que podría ser considerada la obra mayor de un escritor que ya ha dejado de ser promesa para convertirse, sin duda, en una de las voces trascendentes de las letras mexicanas. La historia no es simple: se juega a dos tiempos con circunstancias que tanto en el pasado como en el presente de la novela atañen a lo más profundo de un México singular y tragicómico. Se trata de una novela antiépica donde todos los registros icónicos quedan hechos polvo frente al humor sin concesiones de Enrigue.
Dos revolucionarios de pacotilla que discuten por la valía de las canciones de Roberto Carlos (“Todo cantautor tiene su momento-Villaurrutia en algún momento de su carrera”, dice uno de los personajes), secuestran a un viejo burgués que fue ocasional testigo de un atentado a la Embajada de Estados Unidos. En paralelo, en un flashback cautivador y exquisitamente narrado, la primera persona del anciano secuestrado evoca su niñez acontecida en pleno surgimiento de la Revolución. Tanto en el ayer como en el presente de la novela los personajes transitan casi sin rumbo por un territorio que poco les pertenece y al que no logran decodificar ni comprender. Construye así Enrigue una parábola irrefutable del México contemporáneo, un universo extraño que se desintegra con pasión entre una violencia que termina siendo el único lenguaje de comunicación posible entre habitantes desconsolados de una tierra impropia y dolorosa.
Aprieta el escritor el acelerador para meterse de lleno en una tradición que ya había sido la pincelada de su acuarela en libros anteriores como Hipotermia: la de una escritura que apunta a Borges, a Bolaño (sobre todo al desencantado y agudo de El gaucho insufrible), a Malcolm Lowry y a Carlos Fuentes, aunque la región de Enrigue nada tenga de transparente. Por cargarse a todo el México simbólico encima, Álvaro se mete hasta con el tequila. Como Ricardo Piglia en Blanco nocturno, cuando el autor argentino dice aquello de que los gauchos no comían carne porque en realidad no tenían dientes, Enrigue pulveriza los mitos patrióticos y le quita todo el folclor a su país natal para hacerlo implacable y despojado como el más desnudo de todos los desiertos. “Digan lo que digan los doctos en cursilería que se han apoderado de este país, que alguna vez se envaneció del furor de su gente, no hay nada menos memorable que una infancia provinciana. Todo elogio de la provincia termina siendo un comentario sardónico en torno al aburrimiento”, dice.
Tenía razón Enrigue cuando auguraba aquello de que iba a decepcionar a todos: su escritura imaginativa y original devino en estilete hondo clavado en las entrañas de una nación desorientada. Su novela es el espejo partido de un lugar en el mundo que es el suyo y, mal que nos pese, también el nuestro.
CON POCO FUTURO COMERCIAL
MM: ¿La decencia de un México que ya no existe convierte a este libro en el más pesimista de su carrera?
AE: He escrito libros en estados de depresión más aguda, es sólo que la rabia y la indignación son más bien caseras en esta ocasión.
MM: ¿México se ve mejor desde lejos?
AE: Todo se ve menos chulo desde adentro.
MM: ¿Tal vez con los lentes de Malcolm Lowry, de Carlos Fuentes, de Roberto Bolaño?
AE: México es un país en el que muchas cosas se han hecho mal, pero ha sido muy exitoso caracterizándose a sí mismo a partir de ciertas peculiaridades míticas, entre las que está la mentira sobre una relación íntima con la muerte, o la que supone que tenemos una capacidad única para carcajearnos, de preferencia de lo que no deberíamos. Eso no nos hace más bravos, pero sí víctimas fáciles de la oportunidad narrativa.
MM: Piglia habló de las nuevas constelaciones de escritores, alejados de una tradición estrictamente nacional o continental. ¿Se siente usted parte de una nueva tradición?
AE: No, lo cual no ayuda. Es una postura con poco futuro comercial y está definitivamente opuesta al nazismo mágico que cosecha todos los premios, pero uno tiene que escribir lo que tiene que escribir. Me pidieron Decencia para un premio gordo de otra editorial, la leyeron y me dijeron que mejor no, que mejor cuando escribiera algo más europeo.
MM: ¿Atado a una tradición inesperada que podría hacer decir que esta es la más borgiana de sus novelas?
AE: No sé si una novela pueda ser borgiana, pero tendría que estar loco para decirte que no a lo que sea que me emparente con el apóstol de la escritura hispanoamericana. En cualquier caso, lo único que me importaba mientras trabajaba en ella era el peso específico del lenguaje, y eso lo aprendimos de él.
MM: ¿Acaso Decencia no se parece un poco a Blanco nocturno en la desmitificación del campo y sus tópicos?
AE: Piglia es un autor muy argentino…
MM: ¿Decir que los gauchos argentinos no comían carne porque en realidad no tenían dientes no es casi lo mismo que decir que la bebida nacional mexicana es un brebaje edulcorado y mentiroso?
AE: Las novelas sirven, entre otras cosas, para triturar mitologías; pero por otra parte lo que cuenta Decencia sobre el tequila es cierto, o lo era en el periodo: el tío Juan —tío de mi padre— vivía de venderle piloncillo a las tequileras. Nunca jamás vas a ver a un Enrigue beber tequila añejo: es aguardiente con mascabado.
MM: ¿No será usted el verdadero gaucho insufrible?
AE: Tarde o temprano, todos tomamos en préstamo ese hallazgo genial de Sarmiento: ¿Qué nos heredaron nuestros padres?, ¿qué le vamos a heredar a nuestros hijos? Civilización y barbarie.
PA’LANTE COMO UN ELEFANTE
MM: Aunque usted dice no utilizar las estrategias de sus personajes, ¿durmió tranquilo después de escribir la frase “Tanta Revolución para que al final terminemos siendo mexicanos”?
AE: Tranquilísimo. Tienes que pensar que crecí durante los horrores del nacionalismo revolucionario y que, como cualquier persona de razón de cualquier país, vivo agobiado por lo que no funciona. Si hubiera escrito otro tipo de novela habría podido decir: “Tanta democracia para que al final terminemos siendo priistas”, y nadie me hubiera podido decir que estoy equivocado.
MM: Un policial, una road movie… ¿acaso ésta es su novela más osada desde el punto de vista estilístico?
AE: Siempre he puesto empeño en estirar las estructuras hasta el sitio en que se quebrarían si las jalara un centímetro más. Esta vez la luz quería estar puesta en el lenguaje. Cuántas cláusulas puedes meter en una frase sin que se extravíe el lector, hasta dónde llega el olor de un adjetivo, en qué momento deja de significar un tropo.
MM: ¿No marca Decencia un viaje de ida a una temática y a una narrativa de la que ya no podrá salir?
AE: Al contrario, es el pago de una deuda que me libera: ya escribí una novela que incluso parece una novela, ya puedo ir a lo que sigue.
MM: Ha dicho: las novelas están para ser leídas y no mucho más que eso. ¿Cómo cree que leerán Decencia sus colegas mexicanos?
AE: Sentados y con buena luz.
MM: Por ahí ya encontré una reacción: “Esperaba encontrar algo de ese estilo efectivo y cristalino que leí en Hipotermia”. Quizás nadie esperaba que usted se pusiera tan profundo, ¿no cree?
AE: Los lectores más apasionados son como los amigos: les jode que cambies. Pero no te puedes repetir, lo que sea menos imitarte a ti mismo. Hay un mantra de Maelo —sonero mayor—: “Pa’lante, pa’lante, como un elefante”.
MM: En otras palabras, ¿está dispuesto a enfrentar las iras que despertará Decencia?
AE: Con las rabietas de mis hijos tengo suficiente.
COMO UN CUARENTÓN
MM: Tardó ocho años en escribir esta novela, pero mucho menos tiempo se necesita para leerla y entender unas cuantas claves que explican la situación actual de México y su violencia. ¿De dónde le vino tanta clarividencia?
AE: Puf. Será la ginebra.
MM: ¿Hasta Decencia sabía que México le importaba tanto?
AE: Me importa mucho que ciertas historias no se pierdan: mientras escribía Decencia sentía que si no la terminaba, la marcha mítica de los Enrigue fuera de Autlán se iba a perder para siempre. Que seamos mexicanos es circunstancial. O más elegante: me importan, como a Pacheco, tres calles, dos bosques, unas fotos por las que daría la vida.
MM: Usted no participa mucho de los debates políticos y literarios, pero de pronto aparece uno de sus libros para revolver las aguas. ¿Es una estrategia de marketing o fobia de aparecer en público?
AE: Escribir novelas es una forma artera de participar del debate público: una descarga de caballería apache. No un artículo profesoral, sino un emprenderla a patadas contra lo que ya no soportas.
MM: Sé que es muy difícil hablar de la obra propia, pero, ¿cómo se siente frente a la publicación de Decencia?
AE: Como un cuarentón: nada que demostrar.
MM: Y cuando digan de usted que el autor ha madurado, ¿da Enrigue un salto inesperado al vacío?
AE: La verdad es que la gentileza formal de Decencia es pura provocación. Es otro gesto suicida, escrito pensando que ahora sí es el último. Pero siempre me las he arreglado para trabajar en el libro que sigue, así que mejor no digo nada.
MM: ¿Tres libros de autores mexicanos que lo hayan impresionando últimamente?
AE: Casi nada, de Daniel Sada. Volví a leer El libro vacío, de Josefina Vicens, formidable; La ruina de la casona, de Maqueo Castellanos —si se me permite celebrar un libro que publiqué en mi avatar de editor.
MM: ¿Y de autores extranjeros?
AE: Estoy con Freedom, de Franzen, con mucha felicidad. Mañana tengo que tomar un vuelo largo, y en lugar de estar a dieta de tafiles me entusiasma la idea de pasarme un montón de horas aplastado leyéndolo. Me volvió loco The road, la novela de Cormac McCarthy. Quiero terminar con Franzen ya para poder entrarle a Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg.
MM: ¿No será esta su novela más universal por ser, precisamente, la más mexicana?
AE: Dios te oiga.
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