domingo, 22 de marzo de 2009

MUSEO DEL ESTANQUILLO



“Tú eres parte de esta historieta, ubícate” es la leyenda que luce en la puerta. El edificio es una vieja joyería que llevaba por nombre La Esmeralda. Estamos en el Museo del Estanquillo, segundo hogar del escritor Carlos Monsiváis (México, 1938), periodista, cronista, ensayista y narrador, una de las voces fundamentales de la vida cultural y política mexicana. En encuestas antiguas y recientes, como la que publicó hace dos domingos el suplemento semanal Día Siete, Monsiváis aparece como una de las personalidades más queridas por el ciudadano de a pie. De él se sabe que vive desde hace mucho tiempo en una casa de la sureña colonia Portales, rodeado de gatos (innumerables gatos) y que a la hora de definirse no duda en considerarse “un todólogo” por las muchas cosas sobre las que ha escrito y por las que se siente sinceramente interesado.
Su consecuencia con los temas de la cultura popular, ese modo de explicar con profundidad, florido discurso y claridad proverbial en qué consiste el fenómeno del cantante Juan Gabriel o cómo puede verse la realidad más real en el corazón de las historietas o de los libros de vaqueros, se ha expresado mediante una multitud de artículos periodísticos y en libros fundamentales como Los rituales del caos o Aires de familia, sólo por citar algunos.
Siempre interesado en los derechos de las minorías sociales, la lectura y la educación pública, Monsiváis se destaca por el humor y la acidez con que ha sabido meterse de lleno en su propia cultura, cualidades que lo han hecho acreedor a los más prestigiosos premios de literatura y periodismo en su país de origen.
Regresando al inicio de esta nota, hay que decir sin embargo que pocas cosas le han dado más sustancia a su perfil de hombre absolutamente comprometido con el entorno social y cultural que lo rodea como su afición a coleccionar, compulsivamente, la más variada gama de objetos y obras de arte que lo han conmovido a lo largo de sus innumerables viajes por el territorio mexicano.
Carlos Monsiváis ha llegado a juntar, así, como quien no quiere la cosa, unos 12 mil objetos entre cuadros, fotografías antiguas, revistas de historietas, miniaturas, pesebres, esculturas, grabados, carbonillas, portadas de revistas especialmente ilustradas por famosos como Diego Rivera.
En artes gráficas, por ejemplo, la exhibición contiene una extraordinaria selección de litografías y grabados originales del Taller de la Gráfica Popular, historietas y caricaturas firmadas por ilustres “moneros” (como son llamados aquí los caricaturistas) como Gabriel Vargas y su célebre Familia Burrón, Abel Quezada, José Cruz, autor de las foto-pinturas de las aventuras de Santo, el enmascarado de plata, Rius y sus entrañables Agachados, Miguel Covarrubias, Andrés Audiffred, Ernesto Chango García Cabral, Rogelio Naranjo, Helio Flores, Hugo Tilghman, Germán Butze, Manuel Manilla y otros.
Además de prestar sus variadas y pintorescas colecciones a diferentes museos o galerías, la idea de tener un lugar propio para mostrar sus tesoros, estuvo siempre latente en la cabeza del escritor, pero sobre todo en la de sus colaboradores y amigos que finalmente lo convencieron para fundar, hace apenas dos años, el Museo del Estanquillo.
Enclavado en el corazón del Centro Histórico, en el entronque de las calles Isabel la Católica y Madero, el edificio del siglo XIX fue el elegido por el propio Monsiváis entre otros tres propuestos por el gobierno del Distrito Federal y por el magnate Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo y amigo entrañable de “Monsi”, como es llamado cariñosamente.
A lo largo del siglo XX, el edificio de La Esmeralda sufrió varios cambios: de joyería se convirtió en oficina de gobierno, posteriormente fue banco, más tarde una discoteca que llevaba por nombre La opulencia y una tienda de discos, que en la actualidad está abierta al público.
Ahora, ha asentado allí sus reales el más importante museo de arte popular urbano de México, un país con gran cultura museográfica.
Miniaturas que recrean los puestos de periódicos de antaño, despachos de jugos de fruta o “aguas frescas”, los vendedores ambulantes de nieves de fresa y limón, las máscaras del carnaval o las festividades del día de muertos, tan importantes en la tradición popular mexicana, conforman un escenario de intimidad y confianza. Como si el visitante asistiera por cortesía a la casa de una tía anciana y las historias del pasado se rindieran ante el perfume del té y las masitas.
La figura entrañable de Monsiváis recorre como un fantasma benéfico la multitud de muñecos, juguetes de madera, fotografías en blanco y negro, litografías, carbonillas, cuadros difíciles de abarcar en una sola visita.
“Puedes venir unas cinco veces al museo y siempre te parecerá la primera”, admite sin alardes el joven director de El estanquillo, Rodolfo Rodríguez Castañeda.
“Monsiváis viene a menudo por sorpresa. Se queda largos ratos frente a una figura o un cuadro. Mira, recuerda, se emociona. Tiene también un olfato especial para detectar el error. Un dato al revés, una fecha inexacta, una falta de ortografía en uno de los letreros, son identificados inmediatamente por él, como si los oliera”, comenta Rodríguez Castañeda a Crítica.
Satisfecho, quien fuera mano derecha del Maestro Monsiváis y ayudara a clasificar las piezas para poder fundar el museo, experimenta una gloria legítima expresada en un récord: más de 160 mil personas asistieron a lo que fue una de las muestras más exitosas en la joven historia de la institución. Un homenaje al dibujante Gabriel Vargas, nacido el 24 de marzo de 1918 en Hidalgo y quien desde edad temprana se dio a la tarea de testificar la ciudad de vecindades (especie de conventillos) y pulquerías, perros famélicos y limosneros, desocupados y malvivientes, inundaciones y hambre.
La historia de uno de los dibujantes más metidos en el sentir popular mexicano, sobre todo el de la ciudad, es una de esfuerzo y refleja los caminos misteriosos que sigue la vocación cuando es irrefrenable. En 1930, para celebrar "El Día del Tráfico", Gabriel Vargas realizó en tinta china un dibujo de la avenida Juárez en el que aparecían vehículos, carretas y más de 5,000 figuras humanas perfectamente delineadas y que dejó a sus maestros boquiabiertos. A los 13 años, cuando le fuera ofrecida una beca gubernamental para estudiar dibujo en Francia, el artista precoz pidió a cambio un empleo en el periódico Excelsior. Así empezó la carrera profesional de un caricaturista legendario, que Monsiváis adora y a cuya creación máxima, La Familia Burrón, le dedicó una muestra en su museo.
La Familia Burrón, formada por un peluquero honrado y trabajador, una mujer voluntariosa y entrometida, quien a pesar de vivir en la pobreza pretendía actuar como aristócrata y 2 hijos adolescentes que padecían las inquietudes propias de su edad y condición social, vio la luz en 1948.
Los Burrón y los 53 personajes que fueron surgiendo posteriormente mostraron las vecindades con macetas y pollos en los patios, las paredes llenas de agujeros, las calles habitadas por perros y lustrabotas, los billares de mala muerte, los camiones atestados, los mercados de frutas, carnes y verduras, los parques con sus mendigos.
Durante casi 30 años, La Familia Burrón alcanzó un éxito clamoroso: cada semana se vendían 500,000 ejemplares de las revistas que contenían sus historias.
El negocio bajó un poco, ahora “sólo” se venden 125 mil ejemplares semanales.
Otro de los homenajeados en la muestra, que llevó el nombre de la exposición “De San Garabato al Callejón del Cuajo” fue el caricaturista Eduardo del Río “Rius”, nacido en Michoacán en 1934, izquierdista, vegetariano y gran amigo de nuestro Quino. Autor de dos historietas señeras, Los Supermachos y Los Agachados, que hicieron su agosto a finales de los 60, Rius también ha publicado más de 100 libros y ha ganado docenas de premios nacionales e internacionales.
A la entrada del museo, un óleo gigante que remeda “La última cena” con personajes de Los Supermachos y Los agachados da la bienvenida al paseante con las dosis exactas de humor e ironía a las que Rius es tan aficionado.
El mural “El último desayuno” es una parodia de la obra de Leonardo Da Vinci en el cual el dibujante mexicano incluye no a 13, sino a 25 personajes para establecer la lucha de clases en el país; dos de los personajes pelean el sitio que ocupa Cristo en la pintura original. “Esto sirvió para hacer un chiste extra, porque los dos del PRI se pelean por el lugar del RIP”, explica Rius.
El historietista de Los Supermachos señaló que el mural lo realizó en tres días. “Me costó mucho trabajo pintarlo, porque no es lo mismo hacer muñequitos del tamaño de la historieta, a echárselos, en un espacio de cuatro metros. Ahora comprendo cuánto sufría Diego Rivera. No traté ni siquiera de acercarme a los talones del maestro. No es un mural, es una caricatura grandota hecha con acrílico, y espero que se rían, porque traté de hacerla con humor.”, declaró al periódico La Jornada.
Las miniaturas de Teresa Nava
“Una de las características principales de la colección-Monsiváis, formada con pasión y, más que con dinero, con inteligencia, es que el ojo selector escogió piezas que reflejan la historia oficial o popular, desde la trinchera contracultural, para-oficial y rebelde, lo que le brinda un carácter crítico y ciertamente divertido. El material es tanto, que llena los cuatro pisos del edificio y dará para reservar un área para exposiciones temporales del resto de la colección de Carlos Monsiváis. El escritor, cuando se le preguntó si existe algún coleccionista “serio” que él tome como ejemplo, confesó su admiración por la filosofía, gusto, orden, disciplina, previsión y organización mental de Franz Mayer, cuyo museo es vecino también del Centro Histórico capitalino.”, escribió el artista Pere Greenham en la revista Limbo.
Entre las piezas sobresalen las miniaturas de la artesana, ya fallecida, Teresa Nava, descubierta por el propio Monsiváis y quien hacía maquetas por gusto personal en su tienda hasta que el maestro difundió su trabajo y la instó a construir, por ejemplo, un enorme símil de un convento de la época colonial con sus habitaciones, su iglesia, su patio, su aljibe, y que está en el centro del Estanquillo. El Museo Soumaya, propiedad de Carlos Slim, publicó un libro con las maquetas de Nava, destacando “el rico imaginario popular en el que aparecen curiosos testimonios que nos hablan de ingenio, memoria y creación del ser mexicano”, refiriéndose a las miniaturas como “testimonios históricos llenos de pasión”.
Una fotografía original de Henri Cartier Bresson aparece “de casualidad” entre la gráfica de la Colección-Monsiváis.
“Bueno, de casualidad precisamente no –aclara el director del Estanquillo a Crítica- Monsi sabe lo que compra y sabe lo que quiere, aunque todas las piezas adquiridas por él tuvieron como motivación principal satisfacer la necesidad de belleza que tiene el ojo, más allá de los precios y de los nombres famosos”, agrega Rodríguez Castañeda.
Niños y viejos, matrimonios que aprovechan el paseo por el Centro Histórico para regresar por quinta vez, los teléfonos celulares que multiplican las voces de los parientes jóvenes a los más veteranos en busca de compartir los tesoros hallados, el Museo del Estanquillo es una demostración viva de una ciudad que ha aprendido a vivir entre las llamas, las humaredas, los bocinazos y la superpoblación.
Por eso, la cita de Carlos María de Bustamante (1774-1848), que preside la primera sala, se resignifica con el legado de un autor que tiene un peso específico en el paisaje urbano.
"Cuando salgo a la calle, por las mañanas, siempre me hago la misma pregunta, ¿cómo es posible que esta ciudad siga en pie?".

No hay comentarios.: