sábado, 1 de octubre de 2011

CUANDO LLEGARON LOS BÁRBAROS



“Cuando llegaron los bárbaros cambió todo, señorita”, le dice con profunda tristeza un viejo campesino de la sierra de Bariaguato a la cronista. Y así Magali Tercero encontró el título para su libro.


Los muertos en Libia o en Siria, los descuartizados en Los Mochis o en Ciudad Juárez, acaso cada uno de los 76 acribillados en la horrible matanza en un camping noruego: todos son números que suman para la estadística de la gran tragedia humana en el mundo. Las cifras, aunque espeluznantes, nunca tienen rostro ni nombre, se apilan sin identidad en los titulares de los periódicos y propician, al ritmo cruel de la violencia inexplicable, el tan consabido equilibrio demográfico de una especie que aprende día a día muchas cosas, menos como convivir entre sí.

En 1999, el periodista argentino de origen inglés Andrew Graham-Yooll escribió un libro titulado Memoria del miedo. Pasó, como tantos otros trabajos dedicados a la cruenta dictadura que asoló el país sudamericano entre 1978 y 1983, a engrosar una bibliografía vasta aunque nunca suficiente destinada a narrar la peripecia de miles de hombres y mujeres condenados a vivir en medio del terror. En esos días, Graham-Yooll declaraba “sólo la ficción puede contar estas historias, porque impresas como testimonios parecen falsas”. Un drama que vivió también el suicidado escritor italiano Primo Levi, quien dedicó toda su vida a tratar de encontrar las palabras justas que le permitieran contar a las generaciones venideras la tragedia del Holocausto.

Levi, que murió sin perdonar a Alemania por los crímenes del nazismo, estuvo prisionero durante un año en el campo de exterminio de Auschwitz.

En casos de violencia ciega que deja un gran número de víctimas inocentes (podrían llamarse así a los que pierden la vida porque estaban en el lugar y el momento equivocados), como el reciente atentado al Casino Royale en Monterrey, ni la prensa sensacionalista, ni los rigores historicistas o los análisis minuciosos, alcanzan a dar cuenta de un fenómeno que traspasa las fronteras del terrible hecho en sí y se incrusta con voluntad de larga duración en las cabezas y en los corazones de los testigos, familiares de víctimas, miembros de una comunidad cercana, habitantes de la nación implicada: es lo que la psicología llama estrés post traumático o lo que, más prosaicamente, se describe en la prensa como “daños colaterales”.

El gran riesgo ambiental que produjo por ejemplo el derrame de petróleo en el Golfo de México o los daños personales y sociales acontecidos durante el huracán Katrina en los Estados Unidos dejaron profundas huellas en los individuos directamente afectados. Arwen Podesta, psiquiatra en la universidad de Tulane, llegó a decir al respecto que “La gente tiene cada vez menos esperanzas y se siente indefensa. Se siente desesperada y abrumada. Ya hay más estrés postraumático y más problemas con la violencia doméstica, las amenazas de suicidio y el alcohol y las drogas”.

En Memoria del miedo, Andrew Graham-Yooll, saca diapositivas instantáneas sobre un pasado reciente de un modo que no aparece en las estadísticas. Son crónicas cotidianas de una manera de vivir que, en tiempos de conmoción social, se convierte en costumbre y transforma hondamente los mínimos actos diarios.

El miedo a diario

Una madre que le dice a su hija adolescente que le indique dónde queda la discoteca a la que va a ir a bailar esa noche, para poder ubicar las comisarías más cercanas e ir a buscarla allí por si no aparece después de las 12 de la noche (durante la dictadura argentina había una ley que permitía detener durante 24 horas a cualquier persona sin motivo aparente y sin que ninguna autoridad se viera obligado a justificar el hecho) ; una familia de clase media regiomontana que se compra dos refrigeradores para proveerlos de alimentos que le permitan hacer cenas de amigos en su casa, puesto que ya no va a sus restaurantes favoritos por miedo a ser víctima de una balacera; una joven estudiante de Sinaloa que declara: “Cuando termine la carrera sé que voy a lavar dinero. Incluso sin darme cuenta. Es parte de la vida aquí”: acciones reflejo frente a una realidad absurda y peligrosa, ante la que la adaptación constituye el gesto más conmovedor del instinto de supervivencia.

Así lo muestra la periodista mexicana Magali Tercero en su reciente libro Cuando llegaron los bárbaros, un largo viaje de tres años a la Sinaloa profunda, por medio del cual la profesional, Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez 2010, intenta develar las claves de la violencia sorda en lo que se ha constituido “el laboratorio del actual desastre de gran parte del país”.

¿Cómo irrumpió la violencia en la vida cotidiana? ¿Qué significa vivir con miedo? ¿Por qué las madres perdieron a sus hijos en balaceras donde no tenían vela y entierro?, son algunas de las preguntas que buscan respuesta a lo largo de 214 páginas apasionantes y certeras, donde personajes de la más distinta laya, provenientes de todas las clases sociales, relatan sus vivencias frente a una observadora atenta y respetuosa.

Tercero, que descubre en su periplo que el tema del narcotráfico está hondamente ligado al problema de la tierra, sigue también las pistas de un drama familiar personificado en la figura de su abuelo, asesinado en tiempos ha, en tiempos otros.

“Un libro que va más allá de las notas periodísticas sobre el narcotráfico en México”, dice la contraportada. Un libro que nos invita a reflexionar sin tomar en cuenta los titulares sensacionalistas, podríamos agregar.

Los actores secundarios

- Los muertos son estadísticas, cifras…

- Es verdad, aunque se están haciendo muchos esfuerzos para combatir eso. Hay actores de la vida civil que han hecho blogs, libros, para dar nombre a los caídos…

- Su libro es un intento de llegar al corazón del día a día en Sinaloa…¿verdad?

- Efectivamente. Sinaloa es una zona traspasada por la violencia, se trata de una especie de laboratorio de lo que ocurre hoy en todo el país y he tratado de reflejar lo que pasa en la vida cotidiana de esa gente que nunca es entrevistada en los medios, porque no son los actores principales. No son los capos, los políticos ni las víctimas directas. Nunca se le pregunta ¿cómo te sientes?, a ese ciudadano normal, iba a decir “los de a pie”, pero Sinaloa es una ciudad muy al estilo americano, con avenidas muy anchas y es poca la gente que camina; más bien casi todos van sus camionetas…

- En sus camionetotas, como dice en su libro…

- (risas) Sí. El proceso por el cual hice el libro llevó cinco viajes largos a la zona en el espacio de tres años. Trataba de estar más o menos dos semanas en cada uno de esos viajes. Todo surgió con la petición de Ricardo Cayuela, de la revista Letras Libres, para que hiciera un reportaje sobre Sinaloa. Como no me dio directrices, hice lo que sé hacer desde los 90, es decir, crónicas de la vida cotidiana. Luego me quedó mucho material que, obviamente por razones de espacio, no pudo ser publicado en la revista y fue así como Braulio Peralta, de la editorial Planeta, me dio la idea del libro.

- Al leerlo, uno se forma la ilusión de que realmente fue muy fácil llegar con la grabadora a esa zona y tomar los testimonios de los pobladores…

- Sí, pero no fue así. El método y el resultado exigen varios viajes, determinado trato con las personas, no usar grabadora la mayor parte del tiempo. En Badiraguato, por ejemplo, ni la libreta pude usar… Alguna vez incluso hice el ridículo porque estoy segura de que se dieron cuenta, durante la entrevista con unos funcionarios priístas, excelentísimas personas por lo que pude ver, escritores, artistas, esos priístas románticos a la antigua…puse mi pequeña grabadora en una bolsita que uso para el teléfono celular y un jovencito que estaba en la reunión no paraba de mirarla…fue obvio que estaba tratando de grabar…y al final no grabó nada. Con los periodistas y los académicos no había problemas para grabar, pero luego ellos mismos te aconsejaban que no sacaras tu equipo de trabajo. Así que lo que hacía en mis viajes era aprovechar los momentos de soledad para ponerme a escribir todo lo vivido, apelando a la memoria y a mis emociones.

- ¿Y con quién hablaba?

- Con todo el mundo, menos con los taxistas. En Sinaloa nos taxistas no se dejan, allí hay silencio absoluto…

- En las cifras de muertos fruto de la guerra contra el narco, las cosas suelen valer más por lo no dicho que por lo expresado, al menos eso deja traslucir su libro…

- Sí, es verdad. Hay muchos silencios. La gente se preocupa, no quiere hablar con libertad del asunto, hay que irse ganándola de a poco. Lo más preocupante, de todos modos, es que la gente en esas zonas se está acostumbrando a la violencia. Desde la ciudad pensamos que todos los sinaloenses son cínicos, pero la generalización nos lleva por un lado a la traición de la verdad y por el otro a la paranoia. Es como cuando dicen que los de Tepito siempre roban a la gente…he ido muchas veces a Tepito y jamás me pasó nada.

“En la época de ETA, los muertos tenían nombre”

Más allá del consabido análisis político que se hará una vez terminado el sexenio de los avances o retrocesos que dejará la lucha del presidente Felipe Calderón contra el crimen organizado, las estadísticas de los muertos en la batalla resultan una masa informe de personas sin historias ni datos de identidad. Libros como el de Magali Tercero, buscan conjurar ese mecanismo por medio del cual, en los episodios de guerra interna o externa, las víctimas son anónimas para gran parte de la sociedad y sus poderes.

- Ese tema es muy doloroso. Fue el español Arcadi Espada quien nos hizo ver nuestra realidad. “En la época de ETA, los muertos tenían nombre y ustedes no están poniendo nombres”, dijo. De todas maneras, creo que hay esfuerzos mucho más valiosos que el mío, por caso el sitio “Nuestra aparente rendición”, de la Red de periodistas de a pie. En mi caso, trato más de esas víctimas de la violencia a la que no necesariamente le han matado a un familiar…

- Y que todas maneras son víctimas...

- Efectivamente, como el caso de esa chica de clase media cuya historia aparece en el libro y que se tuvo que ir a vivir a Canadá durante un año, porque tuvo la mala suerte de que un narco se enamorara de ella… Felizmente los padres tuvieron los medios como para poder alejarla un tiempo, pero hay muchos casos así…

- En su libro también vemos la Sinaloa que pudo ser si no hubiera habido violencia y crimen organizado…esos paisajes increíbles…

- Bueno, Sinaloa me enamora y no sólo porque mi madre haya nacido allá. Cuando hablo de Sinaloa también habla un poco la niña que fui y que cuando visitaba esa zona tanto se asombraba por esa vegetación exuberante, casi lujuriosa…Pero también hay muchos paisajes sinaloenses que aparecen gracias a que, cuando estaba en el proceso de escritura de este libro, la propia gente me llevaba a conocerlos. “Vente a comer aquí, cerca del mar”, me invitaban, y de pronto aparecía una mesa tipo medieval pero más ancha, servida con exquisiteces, al fondo un atardecer rojo impresionante, esos atardeceres de Sinaloa que fue a filmar Gabriel Figueroa…y la misma gente te lo decía: - Mira todo esto que tenemos. No sólo querían hablar de la violencia, sino también de la experiencia gozosa que implica vivir en un lugar tan hermoso como Sinaloa.

- ¿Hay un abismo irreconciliable entre los que se fueron de Sinaloa y los que se quedaron?

- No, si lo pensamos en términos del ejemplo cubano, es decir, son gusanos los que se fueron a Miami, nada de eso pasa en Sinaloa, que es un lugar donde te pueden matar por cualquier tontería. Me contaron historias tremendas, como esa de que hay un par de chicas hablando sobre el tema del narco y llegar luego a la noche un capo a la casa de una de ellas, para advertirle que no vuelva a hablar del tema. No puede haber polarización cuando hay tanto peligro alrededor, además, no toda la gente se puede ir de Sinaloa. Entrevisté a personas de muchas clases sociales y es muy grande la cantidad de sinaloenses que no tienen medios para empezar la vida en otro lado.

- ¿Qué pasa con escritores como Juan José Rodríguez o Élmer Mendoza que han decidido quedarse en Sinaloa?

- Bueno, son casos muy interesantes, se trata de escritores que están en mucha relación con su sociedad. En el caso de Juan José Rodríguez, él tiene una visión muy crítica y en el caso de Élmer, él vivió su infancia en Tierra Blanca. Conoce a mucha gente, incluida a mucha gente que está en el narco…y no juzga, sino que trata de comprender el tema desde raíces mucho más profundas. Ninguno de los dos vive con miedo, son, además, muy lúcidos.

- Una de las conclusiones a que se puede llegar luego de leer su libro es que el narcotráfico no va a terminar nunca, al menos así lo dicen muchos de los testimonios…¿eso qué significa, que tenemos que esperar un país nuevo, una nueva patria narca, con sus banderas, sus himnos, sus símbolos?

- Bueno, hay lugares en Michoacán donde los miembros del cártel de La familia son los que rigen la cosecha del aguacate, no sólo cobran por el derecho a sembrar, sino que también le dicen a los campesinos cuándo deben realizar la cosecha. Lo cierto es que en esas zonas la siembra y la cosecha del aguacate han mejorado notablemente, ¿te imaginas eso? Esto lo que nos tiene que hacer pensar es que los narcotraficantes están luchando en realidad por la tierra…

- Eso se ve en su libro, pareciera ser que el dinero es lo de afuera y que el tema de adentro en esas zonas es el territorio…

- Sí, hasta que no se toquen los grandes centros de lavado de dinero, el tema del narcotráfico seguirá siendo una lucha por el territorio, más que nada, para la cual no parece haber soluciones inmediatas. Ninguno de los científicos, políticos, analistas, que entrevisté, parece avistar una solución y por eso se habla del narcotráfico como un problema que va a persistir durante mucho tiempo.

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