miércoles, 7 de enero de 2009

CESARIA ÉVORA Los sonidos del silencio



Nos gusta cuando calla, porque no está como ausente. Su voz, espesa y lírica como una manzana mordida es dueña, más que nada, de todos los silencios. Si hubiera que definir a la caboverdiana Cesaria Évora mediante una paráfrasis nerudiana, diríamos que ella es la canción desesperada. Nació en Mindelo, un pueblo pescador de la ex colonia portuguesa donde sufrió el racismo, cantó en bares de mala muerte y aprendió a andar descalza con sus pies anchos y firmes.
Cuenta la leyenda que cuando Amalia Rodríguez visitaba Cabo Verde, Cesaria la escuchaba desde afuera, prendida de un alambrado. No le estaba dado a los negros gozar de otra forma el vivo y en directo de la gran artista portuguesa.
Mujer de puerto, hija del mar, cumplirá los 60 años en el siglo XXI. En pleno delirio de “Guerra permanente” y terroristas afganos habitando las sombras de un mundo frío y desconcertante, ella seguirá cantando la morna, un género atizado por la melancolía y la “saudade”, que se hizo fuerte en este país de nueve islas, ubicado al noroeste de Senegal y en el que se habla nueve dialectos “creóles”, variedades lingüísticas heredadas del portugués colonizador.
Tenía 47 años cuando un joven productor francés, deslumbrado por su voz de tristeza, la llevó a París. Fueron los tiempos en que la leyenda comenzó a perfilarse como el cuento de una cenicienta morena. Francia la llamó “La diva de los pies desnudos”. Y en una revista española AJOBLANCO, donde ella ocupó la portada, el autor decía que Cesaria no podía encontrar zapatos a su medida y por eso arrastraba la pobreza caboverdiana con sus plantas paquidérmicas, a lo salvaje.
Contaba también que la primera vez que su benefactor galo la llevó a un hotel de lujo, se quedaba horas frente a los sanitarios y a las llaves del agua porque no sabía cómo usarlos.
Eso era en 1988, cuando el mundo se aprestaba a ver las estrellas en su cielo moreno y el rumor espeso de su voz imposible se pasaba de oído en oído, con la eficacia rotunda del boca en boca.
Se hablaba de una mujer gorda y fea. Decían que triunfaría a pesar de su rostro poco convencional, tan alejado de los estereotipos estéticos en boga. Las revistas de moda comenzaron a justificar la inclusión de los artículos referidos a Cesaria a partir de su estampa. Decían, casi literalmente: “es fea, es obesa, pero canta como los Dioses”.
En una entrevista televisiva que hoy resulta antológica, Caetano Veloso, el bahiano más cosmopolita de Brasil, reveló en 1991 que estaba escuchando a una tal Cesaria Évora, una caboverdiana que el público debería descubrir. Más tarde, el tiempo se encargó de juntarlos. Fue durante un concierto en Río que formó parte de la serie “Red-Hot”, hecho para recaudar fondos en beneficio de los enfermos por SIDA.
En el piano, el japonés Ryuichi Sakamoto, y en los micrófonos, Caetano y Cesaria, tan iguales, pero tan distintos.
Precisamente, Veloso participa en el último disco de ella, el octavo en su carrera, “Säo Vicente di longe”, y en el que también cantan junto a la diva el canario Pedro Guerra y la estadounidense Bonnie Rait.

La otra Diva

Desde que su arte tercermundista se ahogó como una piedra en el río de la rancia industria musical, aprendimos a conocer a otra Cesaria, una artista de registro perfecto, que comenzó a ser comparada con Edith Piaff y Billie Holiday y a formar parte de ese selecto grupo de artistas aclamados en todo el mundo.
Aprendimos, por ejemplo, a disfrutar de su belleza particular. Es gorda, cierto. Pero posee su cuerpo una armonía precisa que en el escenario regala movimientos lentos y sutiles, propios de una cosmovisión africana que deslinda toda relación de culpa con el físico.
Posee su rostro un gesto de dulzura proverbial en el que hasta su ojo desviado produce en simultáneo la sensación de la fragilidad más honda y el deseo irrefrenable de ser cobijado por su gesto diluido en cierta indiferencia escéptica e inabarcable.
Cesaria parece estar afuera de este mundo y muchas veces el silencio del que parece ser amiga íntima se despliega en forma de ironía inteligente. Sobre todo, cuando los medios occidentales que se empeñan en la corrección política a destajo y adoran las historias trágicas, hacen hincapié en sus carencias más que en su condición de artista dueña de un don casi sobrenatural.
“Es verdad, he sido pobre porque en Cabo Verde casi todo el mundo es pobre, pero viví siempre la vida como vino y no me arrepiento de nada”, ha dicho alguna vez.
- “¿Quién es Robert De Niro, un cantante?”, preguntó esta fan de Julio Iglesias cuando un cronista le comentó que el célebre actor neoyorquino había incluido música de Cesaria en su última película.
Y aunque ama a los cubanos y a los brasileños, “porque con ellos me entiendo como si fueran caboverdianos”, hizo un gesto de hombros levantados cuando en Buenos Aires alguien le preguntó qué había sentido al grabar “Café Atlántico” en el estudio de Silvio Rodríguez.
- “Nada en especial –respondió- A mí me llevaron allí, canté, hice lo mío, pero en realidad no tenía idea de dónde estaba”.
Goran Bregovic, el gran compositor croata, se dio el gusto de que Évora cantara un tema de su autoría en la maravillosa “Underground”, obra maestra desatada de Emir Kusturica.
Pero no la deslumbran a Cesaria las cosas que suelen deslumbrarnos. Que si alguien le hace referencias al mar, dice: “Normal, mi música es de isla, el mar es el recurso comercial exclusivo de Cabo Verde”.
Y claro que le gusta grabar con Compay Segundo y cada vez que puede se deshace en elogios hacia la brasileña Marisa Monte, ex novia de David Byrne, una de las artistas más personales del país sudamericano. Pero a ella más le gusta fumar, comer los banquetes que prepara su madre, una ilustre cocinera de Cabo Verde, y andar por su isla a bordo de un Ford azul con chofer en el que cultiva su adversión a las caminatas de la que México fue testigo y víctima el año pasado.
Fue en ocasión de una anunciada rueda de prensa en una tienda de discos de la Zona Rosa. Todo estaba preparado en el segundo piso, pero el elevador había dejado de funcionar.
Nada de escaleras. Llegó Cesaria a la puerta y cuando se enteró de que el ascensor no andaba, se dio media vuelta, subió al carro que la trasladaba y volvió al hotel.
Tiene esas cosas, ahora que se da cuenta de que alrededor de su voz mágica (la misma que encandiló a un violinista de nombre Iduardo que en un bar de Mindelo, cuando ella apenas tenía 16 años, le pidió que cantara “suavecito” siguiendo la música del instrumento), todo un negocio se ha puesto en pie.
Es raro que ahora que se erige como la artista más reputada de la world music, Cesaria pierda tiempo en declaraciones políticas en contra de la colonia portuguesa. – “Ahora somos un pueblo libre”, dice. Y no dice más.
Ya no hace falta que hable de lo mucho que sufrió cuando sus tres amores ocasionales la abandonaron en plena etapa de embarazo. Ni que haga referencia a sus pasados alcohólicos o justifique con culpas su adicción al tabaco y a la comida picante.
De esas cosas se hablaba cuando había que construir la leyenda. Ahora, Cesaria sólo canta. Y cuando no, simplemente calla. Pero no está como ausente. Lo más probable es que le esté contando secretos a su amo y amante: el silencio, dueño de todos sus pesares y alegrías.

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