Entrevista con Cristina Rivera Garza
La modernidad y la salud mental
La novelista e historiadora habla de su reciente libro La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930 (Tusquets), una indagación en la relación entre sociedad y locura.
Subida a su propia nave de los locos, timonera como es de una obra personalísima, compleja e inclasificable, la escritora Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964) desnuda y al mismo tiempo viste con su lenguaje preciso y claro a las dolientes almas de La Castañeda, el célebre manicomio de la Ciudad de México.
La autora de la novela Nadie me verá llorar, publicada hace ya una década y que tiene como protagonista a Matilda, una interna del célebre loquero, escribe desde su posición de historiadora, una carrera a la que le dedicó mucho tiempo y energía; tanto como a su profesión de escritora.
Construye Cristina, ganadora en dos oportunidades del premio Sor Juana Inés de la Cruz —entre otros galardones que la refrendan como una de las voces más importantes de la literatura mexicana contemporánea—, un texto abigarrado y riguroso que busca mostrar el otro lado de la modernidad que con muchos fuegos artificiales anunció el régimen de Porfirio Díaz a principios del siglo XX.
La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General México, 1910-1930 (Tusquets, 2010) se convierte así, por arte del tiempo que todo lo cura y que todo lo transforma, en una visión crítica no sólo retrospectiva, sino también a futuro, de un país, México, que celebra sus 200 años sin haber dado respuesta a esos seres que, en lo oscuro y casi en secreto, también a su modo sentaron las bases de un tejido social caracterizado por su capacidad de supervivencia y, por qué no decirlo, por su sistemática tendencia a la heroicidad.
El discurso de la locura, la contaminación entre las voces de adentro del manicomio que permaneció abierto durante 58 años y las de la calle, en un territorio donde las prostitutas, los homosexuales y los pacientes con enfermedades venéreas eran depositados como testimonio de un conjunto de problemas que la sociedad de la época se negaba a ver y a integrar, son la sustancia de un libro imprescindible para saber de qué estamos hechos y deshechos, ahora que, por oficio de la historia, nos hemos convertido en bicentenarios.
MM: ¿Qué son las facultades mentales?
CRG: Me parece un inicio interesantísimo para una entrevista sobre la locura. Asumimos sin analizar mucho que hay un estado de la mente determinado y que no padecer de las facultades mentales, como suele decirse, se corresponde con cierta normalidad o con ciertos chips o herramientas que deberíamos tener en la cabeza para trabajar y hacer todas las cosas de la vida. Carecer de las facultades o de esos chips nos convertiría, entonces, en anormales. Decidir qué es o no es una facultad mental es parte de este gran debate que lleva a cabo la psiquiatría.
MM: El trabajo que hiciste fue desde tu lugar de historiadora rigurosa y precisa, a veces hasta acrítica, tan lejano de tu papel de escritora…
CRG: Bueno, uno es siempre más de una o dos personas. Ahora que estaba revisando el texto de La Castañeda, que en realidad tiene muchos años ya de haber sido escrito e ideado, me sorprendió un poco encontrar guiños que iban de un libro a otro; cosas más bien discretas, no en realidad puentes colgantes que estén anunciando, por ejemplo, de aquí se va a tal o cual capítulo de la novela (Nadie me verá llorar). Aunque creo que lo que sí comparten la novela con el texto histórico son preguntas acerca de la lectura de textos del pasado, qué sobrevive o qué no sobrevive en el tiempo, preguntas generales que de un modo u otro también han ido formando parte de los otros libros que he escrito durante esta última década.
MM: ¿Cuál ha sido el método para escribir La Castañeda…?
CRG: He tratado sobre todo de respetar el rigor académico, la investigación, que ha llevado muchísimos años. Cada una de las cosas que están documentadas corresponde a la información que aparece en la cita del pie de página y tengo también visiones críticas acerca de la estructura de la historia y, de hecho, los dos últimos capítulos constituyen una especie de sugerencia para ciertas metodologías en términos de esta estructura. Con todo y eso, me sigue pareciendo fundamental que el aparato documental se trate con el rigor del caso. A la vez, me gustaría pensar que este libro no sólo va a ser leído por los especialistas, que son muy pocos, la verdad, sino también por una diversidad de lectores interesados en las historias de los pacientes y en los diálogos de los pacientes con sus psiquiatras.
MM: Bueno, hay muchos libros que dicen ser de historia, se venden muchísimo y ni citas traen…
CRG: Yo estudié historia y es una disciplina frente a la que conservo una distancia crítica, pese a lo cual me encanta todavía. Soy una historiadora de corazón y la experiencia epifánica de ese oficio se da cuando estás frente a los archivos que pueden cambiar tu visión del mundo o confirmar una intuición.
MM: Tu libro, tal vez sin quererlo, puede ser también una postura crítica frente a otros libros que dicen ser de historia, pero que en la realidad están bastante alejados del rigor del oficio…
CRG: Eso me da pie para tratar otro tema relacionado, es decir, es como cuando se cree que porque hablas español puedes escribir una novela o porque naciste en Perú eres experto en pisco. Un poco, sí, hay en mi trabajo un cierto reclamo por la complejidad que implica meterse con ciertos temas y estudiarlos a fondo. Y por otra parte, también hay un reclamo hacia la facilidad con que muchas veces se habla de la novela histórica, basada en un expediente pero que en realidad se está refiriendo a la información contenida en ésta y no al proceso que conlleva estar lidiando con la forma, el contenido, que vienen del pasado hacia el presente. Me gusta más hablar de ficción documental que de novela histórica.
MM: Le llamas al libro tu nave de los locos, pintada con cuadros de El Bosco, ¿en qué parte de esa nave estás tú?
CRG: En un lugar muy complejo, antes de empezar a revisar los expedientes de La Castañeda tenía visiones muy románticas de la locura, el poeta maldito, el genio, etcétera. Conforme fui leyendo los documentos, el impacto consistió en encontrar historias de vida muy normales —si podemos llamarlas así— relacionadas con la enfermedad. La primera reacción como lectora de expedientes fue darme cuenta de que estaba leyendo sobre vidas difíciles, vidas rotas a la mitad, vidas que de hecho tienen la posibilidad de ser nombradas por la propia enfermedad. Si la enfermedad no hubiera existido, ¿cómo hubiéramos podido conocer, con tanto detalle, los efectos de la desgracia en ciudadanos pobres, desposeídos, analfabetos? Luego, la relevancia política de este tipo de estructuras que implica traer a colación estas voces quebradas. Son experiencias tan duras, tan dolorosas, en un momento de la historia donde se está tratando de definir la frontera entre lo normal y lo anormal, la ciudadanía y la no ciudadanía, la inclusión y la exclusión.
Pacientes de La Castañeda a principios del siglo XX.
Pacientes de La Castañeda a principios del siglo XX. Foto: Archivo Casasola
MM: También pasea como un fantasma en el libro cierta imposibilidad para definir la enfermedad.
CRG: Es verdad, ayer hablando con un psiquiatra, me decía: “¡Y yo qué sé si están locos!”. Yo lo único que hago es leer expedientes, no estoy presente, no puedo ver sus rostros, ni sus gestos, no oigo un tono de voz, soy historiadora, no psiquiatra… en fin, es una de las condiciones humanas más resbaladizas y ése era el gran reto de la administración porfiriana, el lanzarse con cierto ímpetu hacia esta modernidad tan anhelada y el dar este mensaje de separación, de quién cabe y quién no cabe en este tren, marcar el paisaje, marcar la ciudad; la historia de La Castañeda es una historia urbana que tiene que ver con arrancar los manicomios coloniales que estaban situados en el centro de la Ciudad de México. En 1910 los locos son llevados hacia las afueras, a Mixcoac. Y se empieza a enviar este mensaje: aquí va el tren de lo moderno, aquí caben algunos, otros no caben, es difícil saber quiénes son los que pueden subirse al tren o no, pero entonces para eso están todos los mecanismos de la fotografía, la legislación urbana, todo un aparato que tiene mucho que ver con el concepto de tipos sociales, con la ansiedad del reconocimiento, todo está cambiando demasiado rápido a principios del siglo XX y hay que fincar identidades para poder manipularlas mejor.
MM: ¿Cuál es la historia real de La Castañeda?
CRG: El problema claro con La Castañeda es que se está invocando una materia en sí misma oscura. Y se convierte en el gran reto, porque por más que las autoridades hayan querido controlarlo —no dudo que ese fue su gran afán— parte de la argumentación de mi libro es que hay límites bien prácticos que impidieron que ese control se lograra en La Castañeda. A pesar de su leyenda negra bien ganada, acontece una desilusión mucho más compleja, a la que la sociedad también le exige un funcionamiento adecuado. Cuando una familia lleva de manera voluntaria a un hijo o a un hermano a La Castañeda, no estamos hablando de una institución solamente vertical o autoritaria, sino también de las necesidades de cuidado de la salud mental que el ciudadano le exige al Estado.
MM: El tiempo transcurría mucho más lento adentro de La Castañeda.
CRG: Bueno, eran los presupuestos de la psiquiatría de la época: había que alejar a los pacientes de la velocidad de la vida moderna. De alguna manera, la modernidad se convierte en causa de la falta de salud mental, lo que sin duda resulta una cuestión paradójica para un régimen que está promoviendo los valores de orden y progreso. Dentro del instituto se ve ese enorme esfuerzo por crear una rutina, un orden interno y, por otra parte, una vida cotidiana que debido a carencias y diferentes situaciones va adquiriendo proteicamente determinadas características.
MM: ¿Qué aprendiste de la locura al escribir este libro?
CRG: Primero, qué tan férreos son los estereotipos. Por otro lado, si algo me ha ido dejando claro la lectura de los documentos es el lugar del sufrimiento en la historia no sólo personal sino también colectiva, al que solemos ponerle poca atención ya sea agrandándolo en el escándalo, que es una manera de alejarlo, ya sea simplemente ignorándolo.
lunes, 23 de agosto de 2010
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