sábado, 3 de octubre de 2009

Pérez Gay viaja hacia la nada de la mano de sus padres


Como en una Guerra del cerdo al revés, en donde los viejos cuentan su propio deterioro en la voz de un narrador que, buen hijo al fin, toma la posta de la memoria existencial que los define, Nos acompañan los muertos, la nueva novela de Rafael Pérez Gay (México, 1957) deviene en triste testimonio -pero no trágico ni sentimental- de un modo circular de entender el tránsito humano por la vida.

El libro editado por Planeta es también el ejemplo de cómo un tema cotidiano, común y hasta prosaico puede resumirse y expandirse mediante un ejercicio literario en donde convergen todas las técnicas de escritura que el autor tiene a su mano.

“No hagas un libro conmovedor, no te conmuevas”, fue más o menos el consejo que Pérez Gay (autor, entre otros de Me perderé contigo y Paraísos duros de roer) recibió de un amigo cuando se enteró de su proyecto literario.

La enfermedad, el dolor, los médicos (practicantes, como los escritores, de “un oficio de tinieblas”), las medicinas, los arneses y aparatos que intentan, en una partida perdida de antemano, enderezar una columna o movilizar una rodilla, son herramientas que ayudan al narrador a construir su historia de un modo eficaz, con esa sapiencia profesional del que sabe cuál es el instrumento adecuado para usar en cada circunstancia.

Y todo esto lo hace el autor sin derramar una sola lágrima, sin que sus vestiduras se rasguen ni su voz se levante en una prédica grandilocuente y de golpe bajo, propia de otras “literaturas”.

El hombre nace, crece y muere. Punto. Eso y nada más que eso es lo que describe con pluma certera el también autor de Llamadas nocturnas. Y al no dejarse arrastrar por los sentimentalismos, al honrar la profesión que eligió para vivir y morir en este lado del mundo, conmueve hasta las lágrimas Rafael Pérez Gay.

Nos acompañan los muertos es, entonces, una novela dura, triste, dolorosa, un portentoso cul dé sac sin escapatoria que nos deja petrificados frente a una ventana por donde vemos caer las hojas de un ahuehuete, tenemos un vaso de whisky en la mano y por encima de nuestras cabezas las sombras del desasosiego dibujan sus fintas implacables.

¿Que si hay alguna esperanza? Claro, la memoria. Recordar es ser eterno, algo que un buen escritor jamás olvida.

COMO BIOY CASARES

—Su novela es como “La guerra del cerdo” al revés, ¿no cree?

—Bueno, Adolfo Bioy Casares es uno de los escritores que admiro con devoción y hubiera querido aprender algo de su maestría narrativa, sin duda. Es capaz de manejar el humor, de contrapuntearlo con melancolía y tristeza, haciendo un tipo de literatura con la que me siento afín. En efecto, Nos acompañan los muertos es un libro sobre la vejez, sobre dos sombras en sosiego rumbo a la nada que, para más datos, resultan ser mis padres. Aunque quisiera que fueran también cualquier viejo en cualquier parte.

—Lo que es cierto es que estos viejos se mueren y también nos matan, ¿no?

—Sí, nos vamos un poco con ellos; por varias razones, primero porque se llevan una parte importante de la memoria, una parte fundamental diría yo. Justo después de la muerte de mis padres traté de recordar algo, tuve el impulso de preguntar y ya no tenía a quién. Después porque cuando estamos hablando con ellos también nos dirigimos a aquellos que se han ido y que de algún modo nos torturan desde sus tumbas.

—¿Tiene buena memoria?

—Sí. Para mí hay varias memorias. Hay una literaria, otra personal, por no hablar de las dos memorias proustianas, que son la involuntaria y la voluntaria... de modo que estamos llenos de pequeñas magdalenas diarias que nos sirven para evocar algo de lo que fuimos y de lo que ya no seremos. Por eso la novela también tiene que ver con que las cosas muchas veces salen al revés de lo que hubiéramos querido.

—La verdad es que los viejos, los jóvenes y los de mediana edad conformamos un todo...

—Esa es una certeza que se empieza a tener sólo después de cierta edad. Cuando uno es más joven no tiene esa edad “para entender”, es decir, no había llegado a los 40. Efectivamente, somos uno solo y esto creo que lo hemos descubierto ahora que algunos de nosotros conocimos de cerca la vejez. A los primeros viejos que conocí fue a mis padres (N.d.R. Rafael es el menor de cinco hermanos). De hecho, creo que a raíz de los avances médicos, cada vez veremos más viejos en la literatura mexicana, algo que no es nada común. Y me refiero a viejos ancianos, a esa edad alta de la vida. Shakespeare le dio al Rey Lear 86 años de vida, un hecho impensado para la época, pero no para la nuestra. Por tanto, cada vez escribiremos más sobre los viejos.

—Sobre los viejos y desde los viejos. Saramago tiene casi 90 años y sigue produciendo cimbronazos literarios...

—Sí, la vejez no sólo será un tema literario sino una forma de la vida diaria.

—Sus padres cumplieron con usted de una manera casi heroica, vivieron mucho tiempo...

—Los personajes de esta historia y los personajes de mi vida tuvieron una vida privilegiada, una salud de hierro hasta los 87 años y a partir de esa edad empezaron irremediablemente a desmoronarse, a venirse abajo, entrar en las sombras y avanzar hacia la nada. Estar cerca de eso, ser testigo, es una experiencia radical, profunda y en muchos sentidos cercana a la literatura, porque la observas como de lejos. El duelo, decía Freud, es un acto profunda soledad.

CUANDO YA NO PUEDAS LEVANTARTE

—El viaje a la nada es la última caída. El narrador describe muchas caídas de sus viejos y en todas ellas sus viejos se levantaron... hasta la última

—Es cierto y esa vieja y ese viejo saben que ya no hay modo de levantarse, que el reloj biológico está marcando el final. En la juventud, el recuerdo es nostalgia. En la vejez es la percepción de que las cosas se terminan y ya no hay regreso. Ahí es cuando la vida empieza a suceder frente a los ojos de los viejos como si hubiera ocurrido ayer. Esa es una de las características de la vejez que espero haber logrado transmitir en mis páginas.

—El tiempo de la vejez une al presente con el pasado...

—Es una de las cosas que más me entusiasmaban de la historia: hay un momento de la novela en que tienes, casi en un presente perpetuo a un padre joven, a un hijo de la misma edad del padre y luego tienes al anciano de 89 y luego al mismo tiempo aparece la infancia de él. La circularidad de la novela propicia un presente narrativo continuo en donde todo ocurre al mismo tiempo. En el fondo, eso no es más que una ilusión y un deseo de que nada se vaya para siempre.

—En realidad, los tiempos del pasado y del presente son una convención social. En nuestra percepción existencial no los tenemos tan claros...

—Los tiempos son completamente elásticos, se confunden en un gran teatro de la memoria donde algunos tienen más luz que otros.

—En esta entrada a la nada, ¿qué es lo que quedará: el ahuehuete, el whisky, la casa del Parque España?

—Bueno, la casa no porque ahora hay un edificio allí. El ahuehuete está y seguirá cuando nosotros ya no estemos más por aquí. Pero, en esos largos ríos de esas dos vidas, que van uniéndose a otras, quedará la memoria.

—La soledad del dolor también

—Cuando llega la hora de la enfermedad y el dolor, las antesalas de la nada, en ese momento los hermanos se separan porque el dolor no une.

—Hay un capítulo dedicado a los médicos, donde no quedan muy bien parados los señores...

—Bueno, es que no los entiendo. Son como buscadores de desdichas y al final siempre son derrotados. Practican un oficio de tinieblas y me burlo un poco de ellos porque al final lo que tienes es la nada, no tienes a los médicos.

OFICIO DE ESCRITOR

—¿Leyeron sus hermanos el libro?

—Sí y me han dicho que les parece un libro triste, conmovedor por momentos, memorioso... les ha gustado a unos más que a otros. Lo que es interesante aclarar en este punto es aquello que decía Amos Oz en el sentido de que si le pidieran escribir la biografía de Santa Teresa, sería autobiográfica. Pero si la autobiografía no tiene toques ficticios y aspiro y espero que ese momento de ficción exista en mi novela. Lo importante sería no tanto la distancia que hay entre la historia y el escritor, sino la que hay entre el lector y la historia. Si el lector puede leer la historia y encontrarla verosímil, habremos acertado entonces. La naturalidad literaria es producto de un largo trabajo en el laboratorio, en el gabinete. Escribir no proviene de una máquina que hace productos en serie.

—Quiere decir que no escribió este libro nadando en un mar de lágrimas...

—Claro que no, porque no puede ser así. Un amigo que se enteró que estaba escribiendo este libro me llamó para decirme que no me conmoviera, porque si no no iba a poder dar con la historia que quería contar. Los médicos no lloran cuando operan a sus pacientes.

—Toda esta entrevista para darnos cuenta de que usted es un médico frustrado...

—(Risas) Puede ser. Siempre tuve el secreto deseo de acercarme de alguna manera a la medicina, tiene muchos misterios y espero algún día poder escribir una historia que tenga como centro a un médico.

—Éste es también un libro sobre el miedo

—Sí, las cosas llegarán tarde o temprano y uno debe ir viendo cómo las va a enfrentar. El dolor y la enfermedad dan miedo y mi novela gira un poco en torno a ese miedo, es verdad.

—¿Cuáles son sus miedos?

—Me da miedo el dolor. Y tengo pequeños y triviales miedos, como el temer a los elevadores, por ejemplo. Tengo miedo a la deslealtad, a la traición y tengo mucho temor de perder a los que están cerca o de no contar más con la amistad de quienes me han acompañado. Somos, en buena medida, la suma de nuestros miedos.

—El problema con los padres es que se van, pero no se llevan todo...

—Uno se despide de los viejos, pero ellos quedan en nosotros, lo que no deja de ser perturbador e inquietante. Queda significativamente puesta en nosotros una parte que ellos mismos eligieron. Hay libros que me gustan y que son modélicos en torno a la relación con nuestros viejos, como Su oído en mi corazón, de Hanif Kureishi, desde luego Patrimonio, de Philip Roth o Una historia de amor en la oscuridad, de Amos Oz.

—Bueno, pero Kureishi explora mucho la relación con su padre, algo que en su novela el narrador no hace

—No quería que el narrador se convirtiera en el personaje central de mi novela. Quería que los viejos fueran los personajes. De forma impúdica le preguntaba a mis padres historias y detalles de cosas que pasaron hace 70 años y las iba anotando en una libreta. Ya haré el libro sobre mi padre y se llamará “Las últimas tardes con mi padre” y ahí sí confrontaré, reclamaré, diré muchas cosas.

—Se trata de una novela “antilopezobradorista”

—(Risas) La vida política entra como una ráfaga borrosa de estos viejos y las opiniones del narrador cobran así presencia. La novela gira alrededor de los años 1967, cuando los viejos tienen fuerza para herirse y quererse y del 2006, cuando comienzan a derrumbarse.

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