martes, 30 de septiembre de 2008

ANDRÉS CALAMARO: NO HA LUGAR


Quién sabe si Andrés Calamaro (Buenos Aires, 22 de agosto de 1961) quiso a lo largo de su vida convertirse en un filósofo, pero su vastísima discografía (aproximadamente unos 30 discos sin contar las múltiples colaboraciones en discos de otros artistas) es firme espejo evolutivo de un pensamiento en torno a las cosas que más suelen importarnos a los habitantes de esta parte del mundo: la latinidad, el argentinismo, Maradona, las drogas y la libertad.
Sobre todo, encima de todo, la libertad. Libre para ser un pez que nada contra corriente, es verdad (certificado de ello son sus 5 discos El salmón), pero libre también para arrastrar, en ese nado sincopado, demencial a veces y de nivel olímpico otras, todas y cada una de sus cadenas.
Como aquel que se fugara con la soga al cuello o con la pesa en el tobillo, jamás ha salido por la boca del túnel sin cargar, con las manos ensangrentadas, los ojos tiesos o el andar tembloroso, los baúles de su propia historia, los souvenires de sus personas amadas, las memorabilias de aquellos que lo hicieron “rockero, ricotero y rioplatense”, como canta, casi a capella, en “El palacio de las flores”.
Es probable que Calamaro nunca se propusiera ser un periodista, pero sus largas brazadas en el mar de excrementos donde suelen germinar las flores de un país como Argentina han dejado frases memorables que identifican con una claridad lacerante el momento social y político de su país de origen. “Mucho traje de fajina / pero sobra cocaína” fue la descripción irrefutable y precisa del fin del menemismo y el auge del duhaldismo, que tarde o temprano iba a reemplazarlo mediante la fuerza armada de la tenebrosa policía bonaerense. “No pienso estar en enero en Pinamar / no me gusta cagar en el mar” es el paisaje desolado y hondo del decadentismo menemista, por el gobierno de Carlos Saúl, que dejó sumida a Argentina en una profunda crisis económica y social.
De sociedad, él, el honesto brutal, también conoce y aunque nunca pasó por la universidad para hacerse sociólogo, en “Vigilante medio argentino”, la imprescindible canción de El salmón, delinea como nadie el claro perímetro del clasemediero nacional, una categoría casi racial que en el país sudamericano ha definido, para bien y para mal, el desarrollo de la historia.
Como en Memoria del miedo, del periodista argentino e inglés Andrew Graham Yooll, Calamaro ha sabido también – y tan bien- transmitir el perfume de los días negros de la cruenta dictadura militar, en medio de cuyo clima de terror él fue niño primero y adolescente después.
“Mucho Matute de gorra en la calle / mucho no señor, sí señor”, canta sin pretensión épica en “El palacio de las flores”, evocando el perfume de aquellos cotidianos pasares por enfrente de las sedes policiales, cuando Argentina toda era un puesto militar activo y al acecho. Hijo de Malvinas, en “Vietnam” (Nuestro Vietnam) aclara muy bien que no perdonará a los impulsores de aquella absurda tragedia bélica.
No sabemos si el creador de “Mil horas” y “Sin gamulán” pretendió alguna vez ser un artista pop, pero muchas veces sus temas estuvieron en la punta del hit parade y a la hora de contar los billetes, innúmeras cajas registradoras de la multinacional Warner tocaron una sinfonía en honor de sus canciones.
¿Habrá intentado la poesía? Sus temas “Media verónica” o “Sin documentos” , entre tantos otros, poseen altura lírica y en aquello de vivir lo que se escribe, ha dejado alma y cuerpo, con voluntad maiakovskiana (por Vladimir, el gran poeta ruso) en muchos de sus versos. No es poca verdad: los afiliados a su club adivinan las gotitas de sangre , las lágrimas doradas, los gritos sordos, los zapatos de hormigón y las tristes sombras entre los pliegues de sus melodías.
¿Cinceló entre el dolor y la gloria esa indómita coherencia de las contradicciones? Sólo las bestias y los generales no dudan y dicen lo mismo siempre (también los maestros y los mediocres). La inteligencia práctica, que es aquella que nos permite tener diferentes opiniones sobre un mismo tema (la negación simultánea o la afirmación sin soberbia) le ha permitido al niño que no le “interesaba la pelota”, construir involuntariamente sagrados himnos de tablón futbolero, al tiempo que homenajear en una canción ya clásica a su gran amigo Diego Maradona. Calamaro ha grabado también “Estadio azteca” (especie de basílica para los argentinos que disfrutaron allí de la obtención del campeonato mundial de fútbol en 1986), con letra de su amigo Marcelo Scornik y ha sido y parece ser todavía, el crítico más feroz de esa cultura de la camiseta que envuelve a la mayoría de los nacidos en su suelo. En la entrevista otorgada a la revista mexicana DIA SIETE a principios de julio de este año, afirmó en forma tajante que los argentinos “no somos un pueblo responsable y tenemos el espíritu patriótico definido por el fútbol.”
Cuando decía que quería llegar delgado a Tacuarentown (ahora dice que había que llegar vivo a la cuarentena), Calamaro era frívolo. Y cuando hacía rimar el florero con el cenicero, Calamaro era provocador. Cuando canta sus canciones en ritmo de bailanta (algo así como la música grupera), Calamaro es divertido.
El buen humor es una virtud un tanto ausente en su carácter. Para decirlo en buen romance: se relaja poco y su atribulada pasión guerrera hace nido en todas las batallas, en todas las peleas. Tanto así que a veces no sorprende verlo como el Ironman de Robert Downey Junior: sin guantes de boxeo, enfrentando al monstruo, en el medio del ring.
Quizás esta persistente actitud de gallo cocorito, de culo apretado y mentón al frente, se le vaya disolviendo con el transcurrir del tiempo (al fin y al cabo, es la estupidez el único mal que la edad no cura), pero hay que decir en su descargo que no le ha resultado fácil transmitir su discurso en medio de las hordas opinantes que quisieron aturdir el fluir de su obra.
Por lo pronto, Andrés Calamaro nunca ha sido venerado en su país natal, donde estuvo siempre demasiado comprometido con la actualidad, lo que le impidió calzar esa aura misteriosa con que artistas de diferente temperamento han sabido escabullirse del mundanal ruido. Es artista de potrero, de eso no hay dudas, un callejero que toca el timbre y sale corriendo, el típico marranito que levanta la falda a las muchachas y luego pone cara de “yo no fui”, ejercitante saboteador de museos y fiestas patrias, niño que se sube a la azotea con sus compañeros dispuesto a dirigir las maniobras de la travesura próxima. Con esas cualidades no se construye una leyenda, está clarísimo. Acaso se combate, con armas prodigiosas, el monstruo invencible del aburrimiento.
Ni los muchos que a lo largo de estos años lo han seguido con fervor futbolero ni aquellos que lo han despedazado a mansalva (seguramente por haberse quedado con los favores de todas las ninfas del condado), supieron justipreciar su obra vasta y necesaria.
Incluso cuando la irrefutable inserción popular de sus melodías obligó a artículos laudatorios, la frecuente cita a sus asuntos personales despedía un tufo a menosprecio que daba náuseas. Como si en el canto sublime de Camarón de la Isla tuviera algún peso su desgraciada adicción a la heroína, como si escuchar a Gardel fuera oír sus batallas perdidas en contra de la compulsión por la comida, como si en la célebre escena de la despedida en Casablanca, recordáramos las altas plataformas que calzaba Humphrey Bogart para no quedar tan chaparro al lado de Ingrid Bergman.
No ha lugar. Ni el aplauso cuando dice “fumemos un porrito”, ni la lectura de su obra en clave de artista drogadicto, al que la chica lo dejó. Qué bueno por él que ahora sea un devoto padre de familia, un esposo enamorado de su mujer, un hombre que controla las adicciones. Para la percepción esencial de una obra magnífica, casi monumental, no ha lugar las circunstancias trágicas o gloriosas de su transcurrir íntimo. Además, él lo ha contado y lo cuenta todo en sus canciones. No ha lugar al análisis de lo ya analizado por el propio artista.
En los últimos dos años, sin embargo, ha acontecido un despertar calamaresco que da tibieza al corazón y regocijo al alma. De pronto, los argentinos se dieron cuenta del pedazo de artista que moraba en sus calles y rincones y le empezaron a dar todos los premios que antes le habían retaceado. Este hombre ha ganado el Gardel de Oro, el máximo galardón que se entrega en Argentina a la producción musical, en dos oportunidades, una en 2006 y otra en 2008.
Entre todas las cosas que Andrés Calamaro no quiso ser, se destaca aquella por la que siempre se distinguió y a la que se entregó con vocación de acero. Él es un cantante, o mejor aún: un cantor, un cantor popular. Entona maravillosamente y sus fraseos e inflexiones tienen sensualidad, un valor escaso en el rock en español.
Curiosamente, él, que ha sido de todos los célebres rockeros argentinos, el que menos relación ha tenido con sus pares brasileños, ha sabido como sus colegas del país vecino, realizar una obra inmensa en torno a las canciones (En Brasil, ¡hasta Hermeto Pascoal escribe canciones!).
Con convicción tolstoiana, la pintura de su aldea le ha permitido hablar del universo y es a ese artista cantor, hacedor de canciones inolvidables y eternas, al que disfrutaremos en México en octubre próximo. Al fin. Llegó la hora.
(Ilustración de Augusto Costhanzo)

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