Vidas mías
Alvaro Enrigue (1969) ya había amenazado con ponerse de moda con su proverbial antología de cuentos Hipotermia. De ese libro dijo el reputado crítico mexicano Christopher Domínguez: “Creo, tras leer Hipotermia, que Alvaro Enrigue es de los pocos escritores mexicanos (y si me apuran, de todo el orbe de la lengua) que está escribiendo cuentos que no son ni borgesianos ni chejovianos”. Las promesas se cumplieron y quizás por ese desparpajo que Enrigue despliega en torno a las cuestiones “literarias”, ha traído al mundo de la literatura en español, una frescura y un tono personal que le permiten transitar por una ruta propia, no original ni rotundamente nueva, sino suya, de él. Esa distinción es la culpa quizás de que sus editores nombren a Vida perpendiculares, como la expresión de “novela-río” o “novela cuántica”, Dios sabrá lo que eso significa, categorizaciones que el autor se niega a explicar, precisamente porque ni él las comprende. Lo que es cierto es que, entre el humor inteligente y la tierna ironía de quien nunca abandonará a sus personajes en el desierto (no al menos sin indicarle la dirección del oasis más cercano), Enrigue ha sabido entregar con Vidas perpendiculares, una novela con una estructura que permite el tránsito de sus personajes principales por varios tiempos. Entrar a la atmósfera de Jerónimo Rodríguez Loera, el hijo deforme y hermano con mala fortuna, el rechazado y aislado de su familia, es como meterse en los espejos de Alicia, no para encontrar conejos amables, sino para entablar sabrosas conversaciones con un monje del siglo XVII, una doncella griega o un anarquista asturiano en Buenos Aires.
Sicilia, Chicago, Buenos Aires, Jalisco, Argentina, Italia, México... los paisajes por donde uno de los escritores jóvenes más prometedores de la literatura mexicana, vuela sin paracaídas ni protector solar.
Alvaro Enrigue es hermano del también escritor Jordi Soler, y ha vivido entre el Distrito Federal y Washington D.C. Ha sido profesor de Literatura en la Universidad Iberoamericana y de Escritura Creativa en Maryland. Se dedica desde 1990 a la crítica literaria y ha colaborado en revistas y periódicos de México y España. A su regreso a México, después de una breve etapa como editor de literatura del Fondo de Cultura Económica, ha pasado a formar parte de la dirección editorial de la revista Letras Libres. Ganó el Premio de Primera Novela Joaquín Mortiz con La muerte de un instalador, en 1996.
Definitivamente, nunca presentará su última novela en Sicilia, ¿verdad?
–Apareció una reseña en La Nueva España –el periódico esencial de Asturias– en la que se preguntaban por qué un novelista mexicano trataba tan mal a la patria chica. A mí no me puede preocupar menos el alma nacional siciliana, asturiana o mexicana. Lo único que puedo argumentar en mi defensa es que a Jalisco –mi patria chica– le va peor. Espero que los lectores agudos noten que la descarga va contra los micro-nacionalismos y no contra el terruño de nadie.
¿Conoce Sicilia?
–No, pero conozco a una porteña de origen siciliano. Verla odiar fue suficiente.
¿Son dignos de tener en cuenta sus conocimientos botánicos?
–Me angustia muchísimo que ya nadie sabe los nombres de los árboles. Es un conocimiento que está por perderse si no hacemos algo. He hecho un esfuerzo consciente por conocer por nombre a la flora de la ciudad de México. Y obligo a mis pobres hijos a conocerla. Dylan, que tiene dos años, dice: “Mira, un ahuehuete” cuando pasamos junto a uno. Nada en el mundo me honra tanto.
Si alguien le cuenta algo que usted no quiere escuchar, ¿comienza a hablar de la floración del durazno como hace Mercedes de Vidas perpendiculares?
–Mis estrategias no son las de mis personajes. Mi madre habla muchísimo por teléfono, así que he desarrollado la habilidad de entregar respuestas cabales y creíbles sin escuchar ni una palabra de lo que me están diciendo.
¿Lee todo lo que escribe su hermano?
–Los libros sí. Creo que siempre soy el primero en leerlos impresos. Los artículos, cuando me los encuentro.
¿Él lee todo lo que escribe usted?
–Me escribe largas cartas sobre su lectura de mis libros. Me costaría salir a dar la cara a la prensa sin su espaldarazo.
¿Qué tanto de Caín y qué tanto de Abel hay en cada uno?
–Caín era agricultor y Abel pastor; de eso se trata ese relato: Yahvé quiere a un pueblo errante, así que elige al pastor. Jordi y yo somos dos escritores pequeñoburgueses; la pregunta no aplica.
¿Por qué a su personaje le duele más la indiferencia de la abuela que de la madre?
–La madre no puede ser indiferente a ninguno de sus hijos. En cambio la abuela, que no tiene un lazo tan hondo con los nietos, tiene una política: distingue entre los bastardos y los herederos.
¿Tuvo usted alguna abuela que pudiera ser un personaje de novela?
–¡Puf! Tengo una de 98 años. Hace poco la llevamos a comer y pidió sesos a la mantequilla, algo que yo ya no puedo comer. Y la otra era un personajazo: cuando se murió su marido se descocó en grande.
¿Por dónde empieza a hablar de usted cuando le preguntan por sus orígenes?
–Los Enrigue llegaron a América en el siglo XVI y llegaron todos: desde el siglo XVII no hay ni un Enrigue en Extremadura. Sólo los Moctezuma son más americanos que nosotros.
¿Quiénes son o fueron sus padres?
–Dos profesionales de clase media. Nuestro padre es una especie de estrella del derecho internacional. No un diplomático, pero sí un viajero prolongado y, por lo mismo, siempre se iba con nuestra madre. Se quedaban por períodos largos en Bruselas o en DC, en Berlín o Constantinopla. Mi madre es una refugiada republicana barcelonesa que estudió Química y trabajó en clínicas de ginecología y obstetricia del Seguro Social hasta que tuvo su primer nieto y lo mandó todo a volar. A la pobre siempre le descontaban toneladas de días porque tenía que estar en las cosas diplomáticas de mi padre, pero volvía y seguía trabajando. Es una de esas heroínas discretas que conciliaron mundos más allá del deber para que las mujeres de hoy pudieran tener la carrera profesional que se les dé la gana. A veces se nos olvida lo difícil que fue para ellas.
¿Qué recuerda usted de su infancia?
–Un aburrimiento infinito, como todas las infancias. Tenía pésimas calificaciones.
¿Y de su adolescencia?
–Una diversión infinita. Seguía teniendo pésimas calificaciones.
La descripción que hace de la ciudad de Chicago en su novela, ¿no está un poco influida por la televisión, por la serie Los Intocables, por ejemplo?
–Es una ciudad que conozco bien, pero las influencias son inevitables y saludables. Me parece que un imaginario pop es tan útil como influencia como uno de mayor jerarquía cultural.
¿Este es un libro para saldar cuentas con Freud?
–Es el Santo Tomás de Aquino del siglo XX. El psicoanálisis cura, pero por la misma razón por la que curan los chamanes: opera sobre el lenguaje, que es el medio con que damos categoría al mundo. Eso no quiere decir que uno vaya por el mundo queriéndose tirar a su mamá y odiando a su papá.
¿Sigmund Freud era más un poeta que un científico?
–Un ideólogo formidable, inteligentísimo; con una sensibilidad que cambió al mundo. Un escritor maravilloso. Un fanático de sí mismo y un gran ensayista, pero no un poeta. Los poetas son pocos.
¿Este es un libro para saldar cuentas con los muralistas?
–Todavía quedan cosas en las que nos podemos reír de ellos, ¿no? ¡La retórica triunfal! ¡El nacionalismo idiota! ¡La grandilocuencia comunista en un grupo de asalariados de un gobierno burgués! Eran buenos artistas, pero ideológicamente hacían agua por todos lados. Escribir novelas es encontrar esas fisuras y echarles sal. Reírnos nos dice tanto de lo que somos como pensarlo severamente. La novela es la crítica de lo menor, la discusión con nuestras miserias.
¿Qué diría de la situación actual entre los Estados Unidos y México?
–Es la misma de siempre. Me recuerda a un episodio de mi juventud, en el que corté con una novia y a ella le conmovió sinceramente, porque no se había enterado de que anduviéramos.
¿Dónde le duele más la literatura mexicana: en la cabeza o en el corazón?
–Creo que es una literatura saludable. Me preocupa la extinción a mil por hora del arte de la reseña, que era el gran espacio de conversación libresca. Es un fenómeno universal que se explica un poco con el triunfo de los diseñadores sobre los editores en la guerra por el contenido de los periódicos y un poco por la proliferación de la imbecilidad pública que ha promovido la cultura del blog. Todo va más o menos junto: Internet banalizó la opinión escrita y esto produjo que el peso de los contenidos de un medio impreso se cargara al lado de lo visual. ¡Pum! El fin de la era Gutenberg, que me gustaba. Creo que el fin de la reseña es sólo el principio.
¿Cuál es su autor mexicano favorito?
–¡Puf! Estás hablando de una lista que incluye a Sor Juana y Juan Ruiz de Alarcón, nada más para abrir boca en el XVII –¿Bernal Díaz o Netzahualcóyotl en el XVI?,¿los podríamos considerar mexicanos?–. Creo que si alguien puede tener un autor mexicano favorito, no sabe nada de literatura mexicana. Es como preguntarle a alguien “¿Cuál es tu estrella favorita?” Respuesta: “Mmmmm, ¿la A4E54637-3.?”.
¿Carlos Fuentes ganará el Nobel o antes lo ganará Mario Vargas Llosa?
–Vargas Llosa es de derecha y Fuentes lleva años escribiendo libros indignos de su bibliografía primitiva. Ninguno de los dos se puede sacar el Nobel.
¿Qué novela le hubiera gustado escribir?
–Rojo y negro; bajándose al puro seleccionado latinoamericano, Conversación en la catedral.
De todos los personajes y tiempos que integran su última novela, Vidas perpendiculares, ¿con quién se siente más identificado?
–No tiendo a sentirme identificado con mis personajes, pero mi favorito es el caza-monjes napolitano. El relato que prefiero es el de la griega que se cree listísima y va y se enamora de San Pablo. También me gusta mucho el muralista al que le va fatal por ser de derecha.
¿Cree en las vidas pasadas?
–Por supuesto que no. Ni en las vidas pasadas, ni en la salvación del alma, ni en el psicoanálisis, ni en la lucha de clases, ni en Elena Poniatowska, ni en nada.
¿Es que usted no guarda recuerdos de la felicidad?
–Por supuesto, pero la felicidad no es valor literario. Como Jefferson, yo aspiro a la felicidad, pero la novela es heredera de la épica y la tragedia; no hay espacio ahí para el contento. Por otro lado, Vidas perpendiculares tiene final feliz para que veas que no soy ningún azotado.
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2 comentarios:
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