Roberto Bolaño se imaginaba al paraíso como un sitio lleno de italianas e italianos. El martes, el magnífico escenario del Auditorio Nacional, uno de los recintos musicales más hermosos del mundo, fue el edén donde el octogenario y vital Ennio Morricone (Roma, 1928) inició su primera gira de conciertos en México.
Mucha cosas conspiraron para que en una capital convulsionada y depositaria de infinitos universos tóxicos, tanto morales como de medio ambiente, se expresara hasta su cúspide sensorial la ceremonia de la música. En primer lugar, el diseño del concierto fue de una meticulosidad y buen gusto absolutos, testimonios claros de que no hay talento sin técnica, no hay arte sin oficio y que, tal como hemos hablado, entre otros, con Yayo, uno de los fundadores de Paté de Fuá, la espontaneidad no es un valor estrictamente necesario para ejercer con alto hándicap la más inasible de las artes. Siempre aparece algún o alguna distraída que confunde la improvisación del jazz con los gestos furtivos de un dadaísta con colitis o de una música automática que vertiera en el aire sus repertorios mágicos. No faltará el que quiera comprar a precio de subasta neoyorquina las drogas que tomaba Pastorius en la creencia ignara de que ese vertiginoso transcurrir del alma a los dedos, eran fruto de una psicodelia química, jamás (Jaco nos libre de pensar semejante herejía) de las horas de ensayar y ensayar hasta sangrarse los dedos…
Es probable que el diseño de Musica per el cinema, internacionalizado como está para poder transcurrir sin mayores obstáculos en los distintos escenarios del mundo, no permita desplegar esa especie de mística que se genera con los públicos habituales y que mucha gente confunde con “frescura”. Sin embargo, la música es también comunicación y el silencio como en velorio en el Auditorio Nacional (que tenía colmada su capacidad, calculada en 10 mil personas), fue otro de los acontecimientos imprevistos y majestuosos que hicieron del martes 27 de mayo de 2008 un día memorable.
Dinámico y arrogante (la arrogancia del guerrero, la aristocracia del artista en plenitud más allá de la edad), Ennio Morricone fue enunciando su discurso enraizado en la economía climática, esa sabiduría que otorga el transcurrir por muchas vías pero en varios trenes a bordo y que posibilita la pintura de un paisaje multi-sensorial. La música del compositor italiano fue de la oscuridad a la luz, de los vecindarios cercanos a territorios extranjeros, del frío al calor y de la indiferencia a la euforia con paso firme y a la vez sutil.
Los intocables de Elliot Ness, los westerns legendarios con el inmenso Sergio Leone, la voz de la soprano sueca Susanna Rigacci (un toque excesivamente temperamental quizás para el refinamiento del que suele hacer gala el director romano, pero dueña de una voz cristalina y de un registro marciano): todo fue conducido con mano rigurosa y poética, con una concentración espeluznante, ese tipo de firmeza que no es inflexible, ese tipo de consistencia suave que no se diluye entre los dedos.
No hubo ampulosidad hasta la segunda parte, pero en la primera destacó la rotundidad de la nostalgia viva, como si por un puñado de dólares retornaran con una presencia activa y activadora los feos, los sucios y los malos de aquellas películas de vaqueros que adoraban nuestros padres.
En la segunda parte, terció una épica majestuosa, tal vez algo grandilocuente, porque grandilocuente y majestuoso era el cine que dio cobijo a artistas de la talla de Morricone. En relación a los filmes que dan sustancia a sus presentaciones por el mundo y a una vastísima discografía que inició en 1961 (“En el 2011 cumpliré 50 años con la profesión”, anunció con orgullo en la conferencia de prensa en el Camino Real del Distrito Federal), hay que decir que si las películas no son las de antes, su música tiene la fuerza optimista que nos puede hacer soñar con un futuro cinematográfico menos irrespetuoso con su propio pasado.
Estas, de todas maneras, son elucubraciones que no le hacen justicia a la verdadera esencia de la obra de Morricone que, sin dudarlo, es la actualidad. La música es presente, puede ayudarnos en el ejercicio de la nostalgia, en la elaboración de memorias y estadísticas, recuentos precisos de algo que pasó en tal fecha, en tal lugar, pero esos constituyen, por así decirlo, “daños colaterales”.
Cuando la música es música, lo que importaes el aquí y el ahora, la desnudez, la transformación del torrente sanguíneo, la verdad del momento en el que estamos vivos.
Morricone se puede escuchar sin ropas, tal vez ¿deba escucharse despojado incluso de los referentes que dieron origen a muchas de sus obras? ¿Es la película La misión, por ejemplo, tan buena como su banda de sonido? ¿Puede oírse “Cinema Paradiso” sin que el rostro de Totó marque las pulsaciones y temperaturas de la melodía? A juzgar por el concierto del Auditorio Nacional, impecablemente organizado por el empresario, melómano, poeta ejercitante, Julio Rivarola, las respuestas conducen a un alelado y gozoso sí.
Mucha cosas conspiraron para que en una capital convulsionada y depositaria de infinitos universos tóxicos, tanto morales como de medio ambiente, se expresara hasta su cúspide sensorial la ceremonia de la música. En primer lugar, el diseño del concierto fue de una meticulosidad y buen gusto absolutos, testimonios claros de que no hay talento sin técnica, no hay arte sin oficio y que, tal como hemos hablado, entre otros, con Yayo, uno de los fundadores de Paté de Fuá, la espontaneidad no es un valor estrictamente necesario para ejercer con alto hándicap la más inasible de las artes. Siempre aparece algún o alguna distraída que confunde la improvisación del jazz con los gestos furtivos de un dadaísta con colitis o de una música automática que vertiera en el aire sus repertorios mágicos. No faltará el que quiera comprar a precio de subasta neoyorquina las drogas que tomaba Pastorius en la creencia ignara de que ese vertiginoso transcurrir del alma a los dedos, eran fruto de una psicodelia química, jamás (Jaco nos libre de pensar semejante herejía) de las horas de ensayar y ensayar hasta sangrarse los dedos…
Es probable que el diseño de Musica per el cinema, internacionalizado como está para poder transcurrir sin mayores obstáculos en los distintos escenarios del mundo, no permita desplegar esa especie de mística que se genera con los públicos habituales y que mucha gente confunde con “frescura”. Sin embargo, la música es también comunicación y el silencio como en velorio en el Auditorio Nacional (que tenía colmada su capacidad, calculada en 10 mil personas), fue otro de los acontecimientos imprevistos y majestuosos que hicieron del martes 27 de mayo de 2008 un día memorable.
Dinámico y arrogante (la arrogancia del guerrero, la aristocracia del artista en plenitud más allá de la edad), Ennio Morricone fue enunciando su discurso enraizado en la economía climática, esa sabiduría que otorga el transcurrir por muchas vías pero en varios trenes a bordo y que posibilita la pintura de un paisaje multi-sensorial. La música del compositor italiano fue de la oscuridad a la luz, de los vecindarios cercanos a territorios extranjeros, del frío al calor y de la indiferencia a la euforia con paso firme y a la vez sutil.
Los intocables de Elliot Ness, los westerns legendarios con el inmenso Sergio Leone, la voz de la soprano sueca Susanna Rigacci (un toque excesivamente temperamental quizás para el refinamiento del que suele hacer gala el director romano, pero dueña de una voz cristalina y de un registro marciano): todo fue conducido con mano rigurosa y poética, con una concentración espeluznante, ese tipo de firmeza que no es inflexible, ese tipo de consistencia suave que no se diluye entre los dedos.
No hubo ampulosidad hasta la segunda parte, pero en la primera destacó la rotundidad de la nostalgia viva, como si por un puñado de dólares retornaran con una presencia activa y activadora los feos, los sucios y los malos de aquellas películas de vaqueros que adoraban nuestros padres.
En la segunda parte, terció una épica majestuosa, tal vez algo grandilocuente, porque grandilocuente y majestuoso era el cine que dio cobijo a artistas de la talla de Morricone. En relación a los filmes que dan sustancia a sus presentaciones por el mundo y a una vastísima discografía que inició en 1961 (“En el 2011 cumpliré 50 años con la profesión”, anunció con orgullo en la conferencia de prensa en el Camino Real del Distrito Federal), hay que decir que si las películas no son las de antes, su música tiene la fuerza optimista que nos puede hacer soñar con un futuro cinematográfico menos irrespetuoso con su propio pasado.
Estas, de todas maneras, son elucubraciones que no le hacen justicia a la verdadera esencia de la obra de Morricone que, sin dudarlo, es la actualidad. La música es presente, puede ayudarnos en el ejercicio de la nostalgia, en la elaboración de memorias y estadísticas, recuentos precisos de algo que pasó en tal fecha, en tal lugar, pero esos constituyen, por así decirlo, “daños colaterales”.
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Morricone se puede escuchar sin ropas, tal vez ¿deba escucharse despojado incluso de los referentes que dieron origen a muchas de sus obras? ¿Es la película La misión, por ejemplo, tan buena como su banda de sonido? ¿Puede oírse “Cinema Paradiso” sin que el rostro de Totó marque las pulsaciones y temperaturas de la melodía? A juzgar por el concierto del Auditorio Nacional, impecablemente organizado por el empresario, melómano, poeta ejercitante, Julio Rivarola, las respuestas conducen a un alelado y gozoso sí.
Mención destacada para el exquisito coro de la ciudad de México dirigido por el maestro Gerardo Rábago, artista mayor en el oficio de la sutileza.
1 comentario:
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