A Carmina Rufrancos y Alonso Arreola,
porque vine a México a encontrarlos.
También para ti, porque casi todo es para ti.
Estoy en busca de algo naranja y verde,
bajo las sábanas, pasa la noche azul.
- Charly García
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Los actores, por no usar ese concepto infame de “estrellas” del espectáculo que tanto se nos ha metido en el hablar cotidiano, ocupan demasiado espacio en la prensa, hablan demasiadas veces por televisión, aparecen mucho en la publicidad de clase, promoviendo perfumes o autos carísimos. Junto con los futbolistas, los muchachos del show bussiness funcionan como arquetipos volubles que renuevan nuestro intento de vivir y apostar por un sueño (el de ser como ellos o algo parecidos). Sin embargo (y es más lindo decirlo en italiano -como Franco Battiato-): niente é come sembra. Lejos del sitial de honor y gloria al que lo destinan los aficionados al glamour, los trabajadores del arte escénico suelen aparecer como criaturas disfuncionales, poco hábiles para desempeñarse con eficacia en lo que conocemos como vida real. Es la misma sociedad que los venera la que en un nivel raso los define como “egocéntricos patológicos”, “desleales por contracción sanguínea” o “escurridizos frente a las propias deudas”, sólo por citar algunas de las muchas linduras con que el respetable caracteriza a sus muy adorados cómicos. Contradicción hereje la que manifiesta esa masa difusa llamada público cuando cae en la tentación de adjetivar con valores reales a las figuras que ha decidido poner en su altar ilusorio. Atribulada y perversa afición, por otra parte, aquella que despliega su pasión un día en George Clooney, otro en Daniel Craig y pocas veces, casi nunca, en criaturas escénicas que sobrepasen los 45 años; como si el oficio tuviera la virtud de detener al actor en un tiempo de juventud inmarcesible, anclado a una belleza de escaparate que nos reafirma el deseo de una eternidad inmaculada y estática. En este punto podríamos decir, con cierto afán reivindicativo y a la manera de una campaña de PETA: “Los actores son también seres humanos”. Asistidos por Perogrullo, podríamos también despacharnos con esa remanida frase de “hay de todo en todos lados”. El hecho de que no exista actividad, mucho menos la de los actores, que requiera de nuestra labor política o de nuestras pulsiones caritativas, nos exime de construir estrategias laudatorias o defensivas. A decir verdad, poco nos importa lo que se diga de los muchachos guapos (o más o menos guapos) que ornamentan los pósters promocionales del último filme hollywoodense. No somos tampoco miembros activos (ni pasivos) de alguna liga que promueva los presuntos beneficios que conlleva asistir a las proyecciones del cine nacional, local, continental o barrial. Las películas nos conmueven, divierten o distraen más allá de su origen, idioma o colorido (aunque solemos mirar con atención extraordinaria aquellas filmadas en blanco y negro).
Dedicar un libro a los actores mexicanos tiene como propósito de base acercarse a un oficio fascinante y misterioso. ¿Alguien puede decir, sin temor a resultar poco preciso, en qué consiste realmente el trabajo de actor?
Obviemos en este contexto el viejo chiste de salón que a la afirmación de “Soy actor”, refuta con una pregunta irónica y un tanto maliciosa: - Sí, pero ¿de qué trabajas?. Al otro lado del tópico se puede avistar algo de lo que realmente sucede (por no usar en este punto el rimbombante y poco comprobable concepto de “verdad”). Es el trabajo -la tarea- del actor lo que motivó este primer volumen (el segundo, cómo no, estará dedicado a las actrices). ¿Qué hacen? ¿Se cansan? ¿Pasan hambre? ¿Sufren gloria? ¿Anhelan anonimatos fértiles? ¿Sufren cuando atraviesan un gentío y no son reconocidos? ¿Algo inasible y poco mensurable une a los actores por encima de famas, dineros, premios logrados a lo largo de su vida? ¿Qué tan importantes son en el entramado social y cultural que nos rodea, más allá del ruido explosivo y efímero que producen muchos de ellos cuando cambian de novia o se compran una casa? Si el arte es un concepto totalizador y alude intrínsecamente a la creación pura, ¿es arte lo que ejecutan aquellos cuya labor consiste en repetir lo que otros escribieron?
El estadounidense Kevin Kline le confesó al inefable James Lipton en su célebre Inside the Actors Studio que no comprendía por qué se armaba tanto revuelo en torno a los actores. “Al fin y al cabo, nosotros somos como los meseros de un restaurante. Los que realmente importan son los chefs, no quienes sirven la comida.”, dijo con más o menos esas palabras el famoso protagonista de La pantera rosa (2006).
De todas las preguntas que uno puede hacerse en torno al oficio de actor, este libro no logró responder ninguna. Fue de mucha ayuda, sin embargo, tanto para plantearlas como para ignorarlas en beneficio de las charlas espontáneas que propiciaron los entrevistados, que la editora y amiga Paola Tinoco nos regalara el imprescindible Conversaciones con Al Pacino, por Lawrence Grobel (Belacqva, 2007).
Imprescindibles fueron ellos, que se prestaron con una generosidad inusual a la entrevista y que el único mal sabor de boca que dejaron es la falta de pretexto para volver a encontrarlos cara a cara, desarmados y atentos, casi a nuestra merced durante dos o tres horas.
Sin la sensibilidad exquisita y el compromiso férreo de Marina Taibo, sin la plena confianza de Ediciones B, con Hugo Plessy a la cabeza y sin la paciencia y dulzura de Adriana Morales, que coordinó las citas, este libro nunca hubiera visto la luz. Gracias a todos.
- Mónica Maristain
1 comentario:
Decía Jim Morrison "we want the world, and we want it now!". Adhiero a su célebre comentario cambiando World, por tu libro.
Saludos y gracias por la liga. El gesto ya es correspondido a partir de hoy (mi conexión a la red era patéticahace unos días, ya no) en la sangrecita.
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